Luz era la estrella de quinto grado. Sus cuadernos eran un arcoíris de perfección, su sonrisa, un sol. Siempre limpia, siempre puntual, siempre la primera en terminar. La señorita Elena, su maestra, la quería, pero notaba un brillo extraño en sus ojos, una prisa por llegar y una resistencia a irse que no era normal en una niña de diez años.
—Seño, ¿puedo quedarme un ratito más a ayudar? —preguntaba Luz al final de cada jornada.
—Claro, mi vida, pero tu mamá te debe estar esperando —respondía Elena, aunque nunca veía a nadie buscando a Luz.
Un martes de lluvia torrencial, Luz llegó a la escuela tiritando, con el pelo empapado. La señorita Elena se preocupó.
—Luz, ¿qué pasó? ¿Tu mamá no te trajo?
—No, seño. Me caí en un charco grande. Pero estoy bien —mintió Luz, secándose las lágrimas con la manga.
Esa tarde, la señorita Elena, llena de una inquietud que no la dejaba en paz, decidió seguir a Luz a la salida. Vio cómo la niña caminaba rápido, se metía por callejones hasta que llegó a un banco de una plaza techada, bajo un árbol. Ahí, acurrucada, la esperaba su mamá, tapada con una lona.
El corazón de la maestra se encogió. La pequeña Luz no tenía casa. Dormían en la calle, y su impecable aspecto era el resultado de un esfuerzo titánico de su madre para que la gente no las "descubriera" y les quitaran a Luz.
Al día siguiente, la señorita Elena reunió a todos los maestros. Les contó lo que había visto, con la voz quebrada. La noticia corrió como reguero de pólvora y llegó a los oídos de algunos alumnos mayores y sus padres, que eran parte de la cooperadora escolar.
—¡Tenemos que hacer algo! —dijo la directora, con los ojos vidriosos.
—Mi mamá es peluquera, puede ofrecerle trabajo a la mamá de Luz —propuso una alumna de séptimo.
—Yo tengo un contacto en una inmobiliaria —añadió otro maestro.
En menos de 24 horas, la escuela se transformó en un hervidero de solidaridad. Los alumnos organizaron una rifa relámpago con juguetes y libros donados. Los maestros aportaron dinero de su bolsillo. Los padres de la cooperadora se movilizaron con una rapidez asombrosa.
Dos días después, la señorita Elena llamó a Luz y a su mamá, Laura, al despacho de la dirección. Laura entró pálida, con la mirada baja, sabiendo que su secreto había sido descubierto y esperando la separación de su hija.
—Laura —comenzó la directora, con una sonrisa cálida—. Sabemos la verdad. Y nadie está aquí para juzgarlas ni para separarlas.
La mamá de Luz levantó la vista, confundida.
—Al contrario —continuó la directora, y le entregó un sobre—. En este sobre hay dinero. Es de todos los que hacemos la escuela. Alcanza para pagar el alquiler de un departamento pequeño por un mes, mientras te acomodas.
Laura abrió el sobre y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Y hay más —dijo la señorita Elena, tomando la mano de Laura—. Una de nuestras alumnas te consiguió un trabajo en la peluquería de su mamá. Es por las tardes, para que puedas llevar y buscar a Luz del colegio.
Laura no podía creerlo. Miró a Luz, que también lloraba de emoción.
—Pero… ¿por qué hacen esto? —preguntó Laura, con un hilo de voz.
La señorita Elena se inclinó y abrazó a Luz con fuerza.
—Porque esta escuela no es solo un edificio, Laura. Somos una familia. Y la Luz de tu hija, la que nos regala cada día, nos iluminó a todos para darnos cuenta de que a veces, la lección más importante no es la que se enseña en los libros, sino la que se vive. No queremos que Luz se vaya a un hogar. Queremos que tenga un hogar de verdad, con vos.
Esa tarde, cuando Luz salió de la escuela, no caminó hacia la plaza. Caminó de la mano de su mamá hacia un pequeño departamento, un lugar que, por primera vez, podían llamar "casa". Y aunque las lágrimas seguían en sus ojos, esta vez eran lágrimas de una felicidad que brillaba más que cualquier sol. La escuela, sin saberlo, no solo había salvado un techo, sino que había restaurado la esperanza en dos corazones.

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