La actividad que hizo que entendiera a mis alumnos problemáticos
La profe Laura se miraba al espejo del baño de la sala de profesores, su reflejo revelando ojeras profundas y una expresión de agotamiento. Primer año de secundaria. Se suponía que sería el inicio de una etapa, el despertar de la curiosidad, la formación de jóvenes mentes. Pero este grupo… este grupo era un huracán. Gritos, burlas, desafíos, indiferencia. Era, sin dudarlo, el peor curso que le había tocado en sus quince años de carrera.
Cada clase era una batalla. Intentaba estrategias, reprimendas, charlas individuales que terminaban con respuestas monosilábicas o miradas vacías. Los chicos y chicas de 1° "B" eran un enigma impenetrable, un muro de rebeldía y apatía que ella no sabía cómo derribar. ¿Qué les pasaba? ¿Por qué tanta bronca, tanta distancia? A veces, Laura sentía que estaba fallando, que había perdido la chispa, que ya no sabía cómo conectar.
Una noche, mientras se desplazaba sin rumbo por TikTok, vio un video. Una maestra sonriente proponía a sus alumnos una actividad: "En otra vida...". La idea era simple, casi infantil, pero la profe Laura sintió un ramalazo de inspiración. Quizás, solo quizás, aquello le daría una ventana, una grieta en ese muro que la separaba de sus alumnos.
Al día siguiente, entró al aula con una pila de hojas en blanco y bolígrafos. El murmullo habitual de su llegada se extinguió en un silencio expectante. "Chicos", dijo con una voz más suave de lo habitual, "hoy no vamos a ver la lección. Quiero que hagan una actividad anónima. Van a escribir en esta hoja: 'En otra vida...'. Pueden poner lo que quieran: qué serían, qué harían, qué les gustaría que fuera diferente. Es completamente secreto, nadie sabrá quién escribió qué. Solo yo lo leeré".
Hubo algunas risitas, miradas de escepticismo, pero la idea de anonimato pareció intrigarlos. Poco a poco, las cabezas se inclinaron sobre las hojas. Laura observaba, el corazón latiéndole con una mezcla de esperanza y temor. Veinte minutos después, las hojas arrugadas y dobladas se apilaban en una caja en su escritorio.
Esa tarde, cuando los alumnos fueron al recreo y estaba sola, Laura comenzó a leer. Una a una, las voces anónimas de sus alumnos empezaron a susurrarle sus secretos. Y lo que encontró la dejó sin aliento.
La primera hoja decía: "En otra vida, no me hubieran abandonado en la casa de mi abuela y sabría quiénes son mis papás". Laura sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Pensó en Pedro, el más callado, el que siempre llegaba con ropa un poco grande para su talla.
La siguiente, con letra nerviosa: "En otra vida, no tendría que ver a mi padrastro pegarle a mi mamá y en casa no habría golpes ni gritos". Era Sofía, la que siempre estaba a la defensiva, con ojos tristes y esquivos.
Otro papel revelaba: "En otra vida, mi papá no estaría en la cárcel y yo no tendría que ir a visitarlo a un lugar tan feo". Ese era Juan, el que a veces se enojaba sin razón aparente, el que parecía cargar un mundo sobre sus hombros.
"En otra vida, mi mamá estaría en casa y no en el trabajo todo el día, y me prepararía la merienda cuando llego de la escuela", decía una letra pequeña. Laura pensó en Lucía, la que siempre traía el pelo recogido de cualquier manera, la que a veces pedía ir al baño para llorar en silencio.
"En otra vida, no tendría que vender cosas en el tren después de la escuela para ayudar a mi mamá con la comida".
"En otra vida, mis hermanos no serían adictos y no tendría miedo de volver a mi casa".
"En otra vida, mi abuela no estaría enferma y no tendría que ser yo quien la cuida todas las noches".
"En otra vida, la gente no me miraría raro por mi cicatriz en la cara y tendría amigos de verdad".
"En otra vida, no me iría a dormir con hambre y tendría un techo seguro sobre mi cabeza".
"En otra vida, podría irme de esta villa y no tendría miedo de la violencia de las calles".
Laura bajó las hojas, sintiendo un nudo en la garganta y lágrimas que empañaban su visión. Se puso de pie y fue hacia la ventana, mirando el cielo oscuro. No eran alumnos problemáticos. Eran supervivientes. Cada interrupción, cada mirada desafiante, cada momento de distracción no era un acto de desinterés, sino una manifestación de un dolor profundo, de cargas invisibles que llevaban sobre sus jóvenes espaldas. Estaban luchando batallas que ella ni siquiera había imaginado.
Esa noche, Laura no concilió el sueño. Pero a la mañana siguiente, al entrar al aula, ya no veía un grupo desafiante. Veía a Pedro, buscando una familia. A Sofía, anhelando seguridad. A Juan, extrañando a su padre. A Lucía, deseando ser cuidada.
Sabía que no podía resolver todas sus tragedias, pero ahora entendía. Y entender era el primer paso. Se dio cuenta de que su misión no era solo enseñarles historia o matemáticas, sino ofrecerles un refugio, un lugar donde se sintieran vistos, escuchados y seguros, aunque solo fuera por unas horas al día. Empezaría por cambiar su propia mirada, por escuchar no lo que decían, sino lo que no podían decir. Porque, a veces, la esperanza de "otra vida" podía comenzar con la comprensión y la empatía de una profesora.
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