En la Escuela N°14 de la provincia de Misiones, ser de séptimo era usar una campera de egresados. Era una ley no escrita, un pasaporte de tela que te distinguía del resto de los guardapolvos blancos. Pero en mi casa, en ese otoño, las leyes que importaban eran otras: la del alquiler que no esperaba y la de la comida que no se compraba sola. Mi campera era un sueño imposible.
Lo asumí en silencio. Mientras mis compañeros elegían colores y discutían si el apodo iba bordado o estampado, yo me dedicaba a dibujar en el cuaderno. Pero el silencio de un chico de doce años es un grito para quien sabe escuchar. Y mis compañeros escucharon.
Fue idea de Lucía, la delegada del curso. Se lo dijo a la profe de Plástica, la Seño Andrea, una mujer flaca y enérgica que siempre olía a tiza y a aguarrás.
—Profe, no es justo que Leo no tenga su campera.
—No es justo, no —coincidió la Seño Andrea, mientras se limpiaba las manos en un trapo—. Pero la plata no crece en los árboles, y en la sala de maestros este mes tampoco.
Se quedó pensando un segundo, mirando a ese grupito de chicos con el ceño fruncido.
—Pero lo que sí tenemos son manos, cabeza y ganas. Así que vamos a usarlas.
Y así nació la "Gran Rifa por un Compañero". El 7mo B se convirtió en un comité de campaña. En la hora de Plástica, diseñamos los talonarios. "1 número x 100 pesos". El primer premio, donado por la Seño Andrea, era una pintura suya de un atardecer en el río. El segundo, una torta de coco y dulce de leche que la abuela de Matías, otro compañero, prometió hornear. El tercero, un juego de destornilladores que el profe de Taller encontró en su galpón.
Vendimos números en los recreos, en la puerta de la escuela, a los vecinos. Los maestros compraban, los porteros compraban. Cada peso que caía en nuestra lata de galletas era una puntada invisible en mi futura campera. No era lástima, era otra cosa: era equipo. Era la escuela pública en su máxima expresión: una red imperfecta pero tenaz, sosteniéndonos los unos a los otros.
El día que contamos la plata, la alegría no entraba en el aula. No solo alcanzaba para mi campera; sobraba para comprar dos libros nuevos para la biblioteca. Cuando finalmente me la probé, con mi nombre bordado en el pecho, sentí el peso de mucho más que la tela. Pesaba el esfuerzo de Lucía vendiendo números bajo el sol, la harina de la abuela de Matías, el talento de la Seño Andrea. No era mi campera. Era nuestra campera.
Hoy tengo cuarenta años. Soy profesor de historia en una escuela de barrio, no muy distinta a la mía. Y como cada otoño, la ley de la campera de egresados vuelve a regir los pasillos.
Hace unas semanas, vi a una nena de séptimo, una alumna brillante y callada, esquivando la carpeta donde se anotaban los pedidos. Vi su mentira, esa misma que yo había dicho treinta años atrás: "No, a mí no me gusta".
Al día siguiente, entré a su aula. No llevaba un sobre con dinero, ni una campera nueva. Llevaba una caja de cartón y unos talonarios en blanco.
Me paré frente a todos y les conté mi historia. Les hablé de una profe de Plástica que olía a tiza, de una torta de coco y de una pintura de un atardecer. Les conté cómo se sentía usar una campera que no estaba hecha de tela, sino de compañerismo.
—Yo no vengo a solucionarles el problema —les dije, dejando la caja sobre el escritorio—. Vengo a mostrarles que ustedes ya tienen la solución. Se llama 7mo A.
Hoy pasé por el patio en el recreo. La nena de la mirada triste estaba ahora parada junto a sus compañeros, con una sonrisa tímida, sosteniendo un afiche hecho con fibras de colores que decía: "Gran Rifa Solidaria. Porque nadie se queda afuera".
Y en ese momento lo supe. El mejor regalo que me hicieron mis maestros y mis amigos no fue una campera. Fue un recuerdo. Un recuerdo que hoy me permite enseñar la lección más importante que aprendí en una escuela pública: que el verdadero guardapolvo que nos iguala no es el blanco, es el que tejemos entre todos para que nadie pase frío.
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