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De paciente a médico: la historia de Marcos

 Tenía siete años y mi mundo era una habitación blanca en el tercer piso del Hospital Central. Mi cuerpo era un mapa de pinchazos y mi única ventana al mundo exterior era un vidrio que empañaba con mi aliento. Mi mamá me susurraba que teníamos suerte, que habíamos caído en las mejores manos. "Acá no importa de quién sos hijo, solo importa que te cures", me decía. Y esa era la verdad más grande de todas.

El hospital público era un organismo vivo. Latía con las corridas de las enfermeras por los pasillos, respiraba con el silbido de los tanques de oxígeno y se alimentaba de una vocación que yo no entendía, pero sentía en cada gesto. En Laura, la enfermera que me cambiaba el suero a las cuatro de la mañana y me dejaba un caramelo en la mesita de luz. En el doctor Gutiérrez, un hombre serio que me revisaba con un cuidado infinito y después, con sus propios lápices de colores, me dibujaba en un papel cómo mis defensas iban a ganar la batalla.
En ese lugar aprendí que la riqueza no se mide en billetes, sino en humanidad. Veía cómo se compartía un mate en la sala de espera, cómo un padre le daba ánimo a otro sin siquiera conocerlo. Y cuando un médico salía con una buena noticia, la alegría era de todos. Un día, un abuelo salió de la terapia intensiva donde estaba su nieto y abrazó al primer médico que vio. Con la voz quebrada, gritó para que lo escuchara el pasillo entero: "¡Gracias, doctor! ¡Esto no se lo paga nada! ¡Viva el hospital público, carajo!". Yo, desde mi cama, sentí que ese grito también era mío.
Y claro, estaban ellos. Los que llegaban cuando el miedo apretaba más fuerte. Los Payamédicos. El mío se llamaba "Dr. Rulito". Con una bocina y un guardapolvo lleno de parches de colores, lograba lo que ninguna medicina podía: me hacía olvidar. Por una hora, yo no era el nene enfermo de la 304, era el mejor espectador de magia del mundo, el único que se sabía sus canciones inventadas.
El día que me dieron el alta, lloré. Lloré de felicidad por volver a casa, pero también de una extraña tristeza. Dejaba atrás a la familia que me había salvado, la que me había cosido el cuerpo y el alma sin pedir nada a cambio.
Pasaron años.
Las baldosas gastadas del pasillo son las mismas. El olor a lavandina y a esperanza sigue flotando en el aire. Algunos rostros cambiaron, otros tienen más arrugas, pero el corazón de este lugar sigue latiendo con la misma fuerza.
Camino por el tercer piso, pero ya no en pijama, sino con una bata blanca. Me detengo frente a la puerta de la habitación 304. Adentro, un nene me mira con los mismos ojos asustados que yo tenía. Su mamá le acaricia el pelo, susurrándole que todo va a estar bien.
Respiro hondo. No soy el Dr. Gutiérrez, con su calma imponente. Y ciertamente no soy el Dr. Rulito, con su alegría explosiva. Soy una mezcla de todo lo que aprendí acá.
Entro y me arrodillo al lado de su cama.
—Hola, campeón —le digo, con la sonrisa más sincera que tengo—. Me llamo Marcos. Cuando yo tenía tu edad, estuve en esta misma cama. ¿Sabés una cosa? Acá trabajan los mejores ángeles.
Saqué un lápiz de color del bolsillo de mi ambo, tal como hacía Gutiérrez conmigo, y en el reverso de una ficha médica le empecé a dibujar sus "soldaditos buenos" que iban a pelear por él. El nene, de a poquito, sonrió.
Me costó años, noches sin dormir y trabajos de cualquier cosa para pagarme los libros. Pero hoy, a los 42, tengo el título colgado en la pared. "Marcos Giménez - Médico Pediatra". Empecé mi residencia en el tercer piso del Hospital Central.



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