Para Roberto, cada mañana era un recordatorio de lo que no fue. Veía a su hijo Leo, de 12 años, y una sombra de decepción le apretaba el pecho. Leo tenía síndrome de Down, y para Roberto, eso era un fracaso personal. Mientras los hijos de sus amigos jugaban al fútbol o presumían de sus notas, Leo se concentraba con una lentitud que a él le desesperaba para atarse los cordones.
—¿Otra vez con eso? ¡Dale, Leo, que no tenemos todo el día! —le espetó esa mañana, con el filo de la amargura en la voz.
Su esposa había insistido en que Leo asistiera a un taller de primeros auxilios en su escuela especial. "¿RCP? Por favor, apenas puede seguir una receta de cocina", había pensado Roberto con desprecio. No entendía esa manía de enseñarle cosas "de grandes" a un chico que, según él, siempre sería un niño.
Ese mediodía, mientras su esposa estaba en el supermercado, ocurrió. Un dolor agudo, como una daga de fuego, le atravesó el pecho. El aire se le escapó de los pulmones y cayó al suelo de la cocina. El mundo se desvanecía en puntos negros y su último pensamiento fue de pánico puro.
Pero Leo estaba allí. Vio a su papá en el suelo, con los ojos cerrados y sin respirar. El miedo lo paralizó por un segundo, pero entonces, algo hizo clic en su mente. Una voz, la de su maestra del taller, resonó en su cabeza: "Si alguien se cae y no responde, primero pedimos ayuda".
Con una fuerza que nadie creería que tenía, arrastró un pequeño banco hasta el teléfono de la pared. Sabía el número de emergencias. Lo había practicado cien veces. Marcó. Su voz, usualmente suave y titubeante, salió firme: "Papá. Suelo. No respira". Dio la dirección, tal como le enseñaron.
Luego, corrió hacia su padre. "El pecho. Fuerte y rápido. Al ritmo de la canción", recordaba. Puso sus manos una sobre la otra, en el centro del pecho de Roberto, y empezó a empujar. Uno, dos, tres, cuatro... canturreando en voz baja la melodía de "Stayin' Alive" que la maestra les hizo memorizar. El niño que su padre consideraba incapaz, estaba siguiendo un protocolo complejo con una precisión nacida de la repetición y el amor.
Cuando Roberto despertó, estaba en una cama de hospital. Un médico lo miraba con seriedad.
—Tuvo un infarto masivo, Roberto. Tuvo una suerte increíble.
—¿La ambulancia llegó rápido? —preguntó él, confundido.
El médico sonrió.
—Sí, pero esa no fue su suerte. Su suerte se llama Leo. Su hijo llamó a emergencias y comenzó a hacerle RCP de inmediato. Cada compresión que hizo mantuvo la sangre fluyendo a su cerebro. Roberto, para que quede claro: el niño que usted ve en esa puerta, le salvó la vida.
Roberto giró la cabeza. En el umbral estaba Leo, con los ojos llenos de preocupación, sosteniendo un dibujo de ellos dos. Y en ese instante, el mundo de Roberto se hizo añicos. La vergüenza, la decepción, los años de desprecio... todo se derrumbó.
No vio un síndrome. Vio a un héroe. Vio a su hijo.
Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras Leo se acercaba a la cama.
—Perdoname, campeón —susurró Roberto, con la voz rota—. Perdoname por ser tan ciego.
Leo no entendió del todo esas palabras, pero entendió el abrazo. Se acurrucó junto a su padre, quien por primera vez no lo apartó, sino que se aferró a él como a un ancla.
Ese día, Roberto entendió que había pasado años lamentando que el corazón de su hijo tuviera una alteración cromosómica, sin darse cuenta de que era el corazón más perfecto y valiente que jamás conocería. El mismo corazón que, con el ritmo de una vieja canción, le había enseñado al suyo cómo volver a latir.
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