Valentina cerró la aplicación de Instagram en su celular con un suspiro. Acababa de ver las fotos de la prueba de vestido de su amiga Delfina: una creación de diseñador, con capas y capas de tul y cristales bordados. Su fiesta de quince iba a ser en el salón más caro de la ciudad, con un DJ famoso y un catering que costaba una fortuna. Valentina se sentía feliz por ella, pero no podía evitar que una pequeña punzada de tristeza le apretara el pecho.
Su realidad era muy distinta. Sus papás, Mónica y Javier, eran trabajadores incansables, pero el dinero nunca sobraba. Sabía que estaban haciendo un esfuerzo enorme para que ella tuviera su noche soñada, pero también sabía que esa noche no se parecería en nada a la de sus amigas.
—¿Qué pasa, mi amor? —le preguntó su mamá esa tarde, mientras la veía revolver el mate con la mirada perdida.
—Nada, ma... —dudó un segundo, pero la cara de su madre la invitaba a ser sincera—. Es que... veo cómo van a ser las fiestas de las chicas y me da un poco de cosa. La mía va a ser tan simple.
Mónica le acarició el pelo. —Una fiesta no se mide por el dinero que se gasta, Valentina, sino por el amor que se pone en ella. Y la tuya va a tener amor de sobra.
Días después, su mamá abrió un viejo baúl en el altillo. De adentro, envuelto en un papel de seda amarillento, sacó un vestido de satén color marfil. Era simple, elegante y atemporal.
—Era de la abuela —dijo Mónica con la voz suave—. Ella lo usó para sus quince, y yo también. Le podemos hacer unos arreglos, agregarle algún detalle tuyo. Será como si ellas también bailaran con vos esa noche.
A Valentina se le llenaron los ojos de lágrimas. Se probó el vestido y, aunque le quedaba un poco grande, sintió el abrazo de su madre y de la abuela que ya no estaba. La modista del barrio, una amiga de la familia, se ofreció a ajustárselo por un precio simbólico. Su tía, que era experta en repostería, se encargó de la torta. Sus primos mayores se ofrecieron a pasar música y a decorar el club del barrio, que habían conseguido prestar por una noche.
Poco a poco, la fiesta de Valentina dejó de ser "simple" y se convirtió en un proyecto comunitario, tejido con el cariño y el esfuerzo de todos los que la querían.
La noche de sus quince años llegó. El club del barrio estaba irreconocible, adornado con guirnaldas de luces cálidas y cintas blancas. Las mesas, vestidas con manteles prestados, estaban llenas de comida casera hecha por sus tías. Valentina, con el vestido de su abuela ajustado a la perfección, se sentía una reina. No había cristales, pero brillaba con una luz propia.
Bailó el vals con su papá, Javier, quien la sostenía con una mezcla de orgullo y nostalgia. A mitad de la noche, él pidió el micrófono y la música se detuvo. Todos pensaron que anunciaría el clásico video de fotos.
—Buenas noches a todos —comenzó Javier, con la voz un poco temblorosa—. Hoy mi hija cumple quince años. Muchos padres en esta situación regalan un viaje, un celular nuevo, algo grande y costoso. Nosotros pensamos mucho en su regalo.
Hizo una pausa y miró a Valentina con una ternura infinita.
—Cualquiera puede comprar un regalo caro. Pero nosotros queríamos darte algo que nadie te pueda quitar. Algo que te recuerde, en los días buenos y en los malos, la persona increíble que sos.
De una pequeña caja, Javier no sacó una joya, sino un fajo de cartas atadas con una cinta.
—Durante los últimos meses —continuó—, hablamos en secreto con tu familia, con tus amigos, con tus maestras de la primaria y hasta con Don José, el quiosquero de la esquina. Les pedimos que no te escribieran una simple felicitación. Les pedimos que escribieran sobre un momento en el que vos, Valentina, les demostraste qué clase de persona sos.
El salón quedó en un silencio absoluto.
—Acá dentro —dijo Javier, levantando las cartas—, está la carta de tu maestra de tercer grado, contando la vez que defendiste a un compañero nuevo. Está la de tu prima, recordando cómo la cuidaste cuando se enfermó. Está la de Don José, agradeciéndote por ayudarlo a levantar las cajas de gaseosa el otro día. Este es tu verdadero tesoro, hija. No es lo que tenés, sino lo que sos.
Valentina, con el rostro bañado en lágrimas, tomó las cartas. Ya no pensaba en el vestido de diseñador de Delfina ni en su salón de lujo. Abrazó a su papá con todas sus fuerzas, entendiendo que había recibido el regalo más valioso del mundo. No era una fiesta para mostrar, sino una celebración para sentir. Y en el corazón de esa humilde fiesta de club de barrio, rodeada del amor tangible de su gente, Valentina se sintió la chica más afortunada del mundo.
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