Mi hija me regaló lo que menos pensé el día de la madre... 💔
Esa tarde de un martes, mientras yo cocinaba, mi Esmeralda, que tiene nueve años, se me acercó con esa carita de curiosidad que pone cuando algo le da vueltas en la cabeza.
'Mami, ¿cuánto sale un pasaje de micro para Mendoza, más o menos?'
Me sorprendió la pregunta, pero me dio ternura. Pensé que ya estaba soñando con las vacaciones. 'Uf, mi amor, un montón. Para las dos, ida y vuelta, debe ser un buen dinero, ¿por qué?'
'No, no. Solo uno, de ida".
Me reí un poco, nerviosa. 'No seas exagerada, Esmeralda. Bueno, ponele que, para una persona, un viaje largo, unos quince o veinte mil pesos, por ahí. Pero ya veremos dónde vamos en las vacaciones, mi vida.'
Ella solo asintió, con esa seriedad que a veces tiene. Y ahí quedó. Yo seguí con mi vida, como si nada.
Pero Esmeralda no era como yo. Ella no dejaba las cosas pasar.
Desde hacía mucho tiempo, casi desde que aprendió a hablar, ella me decía: 'Mami, vámonos de esta casa. Papá es malo, vámonos de acá.'
Y yo siempre, siempre, le respondía la misma tontería: '¿Y a dónde vamos a ir, mi amor? Esta es nuestra casa. Papá es mi esposo, el que yo elegí. Ya se le va a pasar.'
Yo sé que ella veía todo. Escuchaba los gritos cuando él llegaba borracho, casi todas las noches. Sentía el miedo cuando los golpes a la pared eran demasiado fuertes, o cuando me tocaba a mí. Yo me escondía, me hacía chiquita, lo justificaba. Pero ella no. Ella era valiente.
Pasaron las semanas. Yo la veía atareada. Vendiendo sus dibujos en la escuela por doscientos o quinientos pesos. Armaba unas pulseritas de hilo y mostacillas que le compraban las mamás a la salida. Pensé que quería una muñeca nueva o que estaba juntando para una salida con sus amigas. Nunca sospeché la verdad.
Llegó el Día de la Madre. Él ni se acordó. Se fue a tomar temprano y yo trataba de que mi hija no lo notara.
'¡Feliz día, mami!', me dijo, con los ojos llenos de luz. Me dio un abrazo fuerte y luego me tendió una cajita de cartón pequeña, que ella misma había forrado con papel de regalo.
'¿Qué es, mi vida?', le pregunté, con un nudo en la garganta.
Adentro había un fajo de billetes, todos arrugados y mezclados: quinientos, dos mil, de todos los colores. Y una nota.
La nota la había escrito ella, con su letra de niña. Decía:
"Para mi Mami, la más linda y valiente de todas. Acá está. El dinero para el pasaje de las dos. Para que nos escapemos de Papá. Así nunca más volvemos a ver gritos y peleas. Te amo mucho. Esmeralda."
Me faltó el aire. El corazón me dio un vuelco. Ahí, en esa cajita, estaba el precio del pasaje que yo le había dicho. Lo había juntado, peso a peso, vendiendo sus tesoros de niña.
Lloré como nunca. Pero ya no eran lágrimas de miedo ni de tristeza. Eran de vergüenza por ser tan cobarde, y de amor puro por esa niña tan fuerte.
Esmeralda no me había comprado un regalo. Me había comprado una salida. Me había comprado dignidad. Ella no me había preguntado si teníamos dónde vivir; ella había conseguido el billete para irnos, para que yo no tuviera la excusa de decir: 'no me alcanza, no podemos'.
'Esmeralda...', apenas pude decir, abrazándola.
'Ya no digas que no tenes para ir, mami. Ya está. Nos vamos. Prometeme que nos vamos.'
En ese momento entendí todo. Ella, con sus nueve años, me estaba dando una lección de vida que yo, a mis casi cuarenta, no había podido darme a mí misma. La casa no era un lugar seguro, era una cárcel. Y él no era mi elección, era mi verdugo.
'Sí, mi amor. Te lo prometo', le dije, con la voz firme por primera vez en años. 'Nos vamos. Hoy mismo empezamos a preparar todo. Gracias, mi valiente. Vos nos salvaste a las dos.'
Y así fue. Por la valentía y el amor de mi hija, por ese dinero arrugado que era la prueba de que ella no quería vivir con miedo, tomé la decisión que debí tomar hacía mucho tiempo. Nos fuimos de esa casa. Y sí, es verdad, a veces los niños son los que nos enseñan a los adultos que hay que ser firmes. La vida de mi hija y la mía valían mucho más que cualquier techo o cualquier excusa.
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