Tengo la foto en mis manos ahora mismo, y no puedo parar de llorar. Las lágrimas caen sobre el papel fotográfico ya gastado, y la imagen se vuelve borrosa. Es del cumpleaños. Mi cumpleaños. El único que tuve en toda mi infancia.
En la foto salgo yo, en el centro de un círculo de compañeros de clase, con los ojos hinchados y una sonrisa tan grande que parece que se me va a romper la cara. Delante de mí, sobre un pupitre, hay una torta pequeña, con una decoración visiblemente casera, y una velita, una sola, de 9 años, cuya pequeña llama parece el sol más brillante del universo. Y a mi lado, con su mano sobre mi hombro, está ella: la señorita Ana. Su sonrisa no es para la cámara. Es para mí.
Verla me desarma. Me transporta a ese 2003, a ese cuerpo de nena de ocho años que se sentía invisible. Éramos seis hermanos. En casa, un plato de comida caliente era una bendición y el amor era el pan de cada día, pero las celebraciones eran un lujo de otro mundo. Yo veía las fiestas de mis amigas, oía hablar de piñatas y regalos, y me iba a dormir con un nudo en la garganta, pidiendo en silencio algo que me daba vergüenza decir en voz alta.
Hasta que la señorita Ana nos dio ese papelito. "Escriban su deseo más profundo", nos dijo. Y yo, escondiéndome para que nadie viera, escribí con el lápiz apretado tan fuerte que casi rompo la hoja: "Quisiera una fiesta de cumpleaños. Solo una vez". Cuando leyó mi deseo en voz alta, sin decir mi nombre, sentí que el suelo se abría. Quería que me tragara la tierra.
Pasaron las semanas. Un viernes, cuando ya todos se iban, la señorita Ana me pidió que la ayudara a borrar el pizarrón. Era una excusa. Cuando el aula quedó en silencio, abrió la puerta y entró la portera con esa torta en sus manos. Mi corazón dejó de latir. Se me aflojaron las piernas y tuve que apoyarme en el pupitre.
"Esto es para vos, Juli", me susurró la señorita Ana. "Solo para vos".
Y entonces ocurrió la magia. Mis compañeros, que se habían escondido en el pasillo, entraron cantando el "Feliz Cumpleaños". Cantaban desafinado, a los gritos, pero para mí era el coro de ángeles más hermoso del mundo. Veía sus caras, chicos con los que a veces peleaba en el recreo, todos sonriéndome. Me acuerdo de que hasta el nene que me tiraba del pelo estaba aplaudiendo con todas sus fuerzas.
No pude hablar. El llanto me ahogaba. La señorita Ana se arrodilló a mi lado, me secó las lágrimas con su pulgar y me dijo: "Pedí un deseo". Pero ¿qué podía desear? Si lo más grande que mi pequeño corazón se había atrevido a soñar estaba ahí, delante de mí, en forma de un bizcochuelo imperfecto. Soplé esa velita y el humo se llevó años de sentirme una más del montón.
Cada bocado de esa torta tenía gusto a dignidad, a cariño, a ser vista.
Miro la foto ahora. Miro a esa nena que llora de felicidad y a esa maestra que le cambió la vida con un gesto tan simple y tan inmenso. Y lloro yo, la mujer adulta, porque entiendo que ese día no me regalaron una fiesta. Me enseñaron qué es el amor de verdad. El que no pide nada a cambio. El que ve una herida chiquita en el alma de un niño y hace todo por sanarla.
Gracias, señorita Ana. Donde quiera que esté, gracias. Su torta casera me sigue alimentando el corazón.
Comentarios
Publicar un comentario