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Los sueños no se deportan: Diego

Diego tenía diez años cuando su papá le dijo que cruzarían a Estados Unidos. No era solo para ellos, era por la abuela, que estaba enferma de cáncer. En su pueblo no había buenos médicos, y él soñaba con ser doctor para salvarla. Pero para eso, primero tenían que llegar a un lugar donde pudiera estudiar, donde el futuro no se sintiera tan imposible. 

El viaje fue difícil. Caminaron de noche, escondidos entre la maleza, con el estómago vacío y los ojos llenos de miedo. Pero Diego no dejaba que el miedo le ganara. Cerraba los ojos y se imaginaba con un guardapolvo blanco, atendiendo a su abuela en una gran clínica.

Una madrugada, mientras descansaban bajo un árbol seco, unos hombres se les acercaron. Querían dinero. Querían todo. Su papá lo protegió, pero lo golpearon y le clavaron un cuchillo en el costado. Diego gritó y lloró, tratando de detener la sangre con sus manos pequeñas.

—Corre, hijo… —susurró su padre con la poca fuerza que le quedaba.

Pero Mateo no quería dejarlo. Se quedó con él hasta que su respiración se apagó.

Horas después, la patrulla fronteriza los encontró. Diego no entendía lo que decían, solo sentía el frío de las esposas en las muñecas de su papá sin vida y las preguntas que no podía responder. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué los sueños de los pobres tenían que doler tanto?

De vuelta a la nada

Lo deportaron solo. En México, lo llevaron a un albergue donde había otros niños como él, con historias iguales de tristes. Algunos hablaban de cómo los habían separado de sus mamás, otros de cómo habían caminado durante días sin agua.

p>Diego no hablaba mucho. Se sentaba en una esquina con un cuaderno viejo que le dieron y dibujaba. Hacía bocetos de hospitales grandes, de médicos con batas blancas, de una abuela sonriente que le decía: “Gracias, mi niño”. Imaginaba la voz de su abuela.

Una voluntaria del albergue, la señora Luisa, se fijó en él.

—¿Qué dibujas, Diego?

—Mi sueño —respondió sin mirarla—. Iba a ser doctor, pero ya no…

La mujer le revolvió el cabello con dulzura.

—Todavía puedes serlo, hijo.

Diego la miró con los ojos llenos de lágrimas.

— ¿Cómo? Si ni siquiera tengo adónde ir…

Ella suspiró.

—No lo sé… pero he visto muchos niños pasar por aquí, y pocos con una mirada como la tuya. No dejes que te la apaguen.

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El sueño que no muere

Los días pasaron y Diego empezó a hablar más. Ayudaba en el albergue, aprendió a leer más rápido, a escribir mejor. Se apegó a la señora Luisa como si fuera su nueva familia, siempre que la miraba recordaba la mirada de su abuela creyendo en él, en su futuro. 

Un día, una familia mexicana llegó al albergue buscando adoptar. No podían tener hijos y querían darle una oportunidad a un niño sin hogar.

La señora Luisa les habló de Diego.

—Es especial —les dijo—. Sueña con ser doctor. Solo necesita que alguien cree en él.

La pareja lo conoció. Al principio, Diego no quería encariñarse. No quería más despedidas. Pero ellos eran pacientes. Le hablaban, lo llevaban a pasear, le compraron un nuevo cuaderno para dibujar.

—Si vienes con nosotros, podrás estudiar —le dijeron un día—. No será Estados Unidos, pero podemos ayudarte a cumplir tu sueño.

Diego los miró, dudando. Su sueño seguía ahí, vivo en su corazón. Cerró los ojos y vio a su abuela sonriéndole, como en sus dibujos.

Tomó la mano de la mujer y ascendió.

Un final, un comienzo

Los inmigrantes como Diego sueñan con una vida mejor, pero el camino es cruel. Muchos no llegan, muchos pierden más de lo que ganan. Pero él entendió algo: aunque el camino se cierra, el sueño no tiene que morir.

Creció, estudió con esfuerzo y sacrificio. No fue fácil, pero un día, después de años de lucha, finalmente se puso una bata blanca.

Se miró en el espejo y sonriendo.

—Lo logré, papá. Lo logré, abuela. 

Los sueños de los inmigrantes no deberían costar tanto dolor. Pero incluso en medio de la adversidad, siguen brillando. Porque los sueños verdaderos no tienen fronteras.

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