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La abanderada Sofía

 En la Escuela N° 42, no había dudas: la abanderada tenía nombre y apellido, y era Sofía Gómez. Sus cuadernos impecables, sus participaciones brillantes, sus dieces en cada materia, la señalaban como la mejor. Pero Sofía no era como los otros chicos. Mientras ellos llegaban con zapatillas nuevas y mochilas de marca, Sofía llevaba un guardapolvo gastado, zapatillas que conocían el barro del potrero y una mochila remendada por su abuela.

Al salir del colegio, Sofía no iba a jugar. En su pequeña mochila no solo llevaba libros, sino también un estuche de madera con hilos de colores y mostacillas. Se sentaba en la esquina de la plaza principal, cerca de la parada de colectivo, y ofrecía sus pulseritas. "Son para la suerte, señor", decía con una sonrisa que intentaba disimular el cansancio. Cada peso que ganaba era para ayudar en casa. Para el arroz, para la luz, para que su hermanito menor tuviera un vasito de leche más.
Los compañeros la admiraban por su inteligencia, pero algunos padres murmuraban: "¿Y por qué no le dan la abanderada a alguien que realmente tenga un futuro?". Pensaban que una chica que vendía pulseras en la calle no representaba "el ideal" de la escuela. La directora, la Sra. Marta, escuchaba pero sonreía. Sabía algo que ellos no.
Llegó el día de la entrega de medallas y diplomas. Sofía, con el guardapolvo recién lavado por su abuela, el pelo prolijo y esos ojos grandes y esperanzados, subió al estrado para recibir la medalla de oro a la excelencia académica y la cinta de la bandera. La gente aplaudía, algunos por compromiso, otros con sincera admiración.
La Sra. Marta tomó el micrófono. "Hoy premiamos no solo la inteligencia, sino la garra, el esfuerzo y el corazón", comenzó. "Sofía es un ejemplo para todos nosotros. Ella no solo es nuestra mejor alumna...". Hizo una pausa dramática. "...sino que es la razón por la que esta escuela, nuestra querida escuela pública, pudo seguir abriendo sus puertas este año".
Un silencio absoluto cayó en el salón.
"Hace seis meses, la provincia nos notificó que los fondos para reparaciones urgentes del techo y las ventanas, esenciales para el invierno, habían sido recortados. Estábamos al borde del cierre de algunos grados. Desesperados, empezamos a buscar soluciones", continuó la directora. "Sofía, nuestra Sofía, se acercó a mi oficina un día y me dijo: 'Seño, yo puedo ayudar'. Y lo hizo. Cada tarde, después de estudiar, de hacer sus tareas y de ayudar en su casa, Sofía vendía sus pulseras. Pero no para ella. Cada centavo de lo que vendía lo traía a la escuela. Ella organizó a otros chicos del barrio para que juntaran botellas y cartones. Ella golpeó puertas de vecinos y pequeños comercios pidiendo ayuda. Ella, con sus pequeñas manos, gestionó una campaña de recaudación que, junto con el trabajo incansable de los maestros y la cooperadora, logró reunir el dinero para que el techo no se cayera sobre nuestros chicos".
La Sra. Marta miró a Sofía, que ahora lloraba en silencio, mientras la gente se ponía de pie, aplaudiendo con lágrimas en los ojos. No eran aplausos por las notas, sino por el alma.
"Sofía nos demostró que la escuela pública no es solo un edificio", concluyó la directora, con la voz quebrada. "Es una comunidad. Es el lugar donde la capacidad no depende de cuánto tenés, sino de cuánto valés. Es donde la solidaridad puede más que cualquier ajuste. Sofía es el orgullo de esta escuela, el orgullo de la educación pública. Es la prueba de que en nuestras escuelas, aun con poco, formamos gigantes".
Afuera, la plaza se iluminaba con las últimas luces del día. Sofía, con su medalla de oro brillando sobre el guardapolvo remendado, entendió que sus manos, esas manos que conocían el barro y los hilos de colores, ahora también cargaban el peso y el orgullo de un futuro posible.



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