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Me echaron de mi casa y mi abuela me recibió

 Mi nombre es Juliana y tengo 24 años. Hoy, mientras sostengo este diploma de psicóloga, mi corazón late con una mezcla de alegría y una gratitud inmensa, una que tiene nombre y apellido: Abuela Mercedes.


Hace seis años, a mis 18, mi vida dio un vuelco. Les conté a mis padres que me gustaban las mujeres. Pensé que me entenderían, que me amarían igual. Pero no fue así. Sus palabras fueron como puñaladas, y la frase "si vas a ser así, no tienes lugar aquí" me destrozó. Esa noche salí de casa solo con una pequeña mochila, el alma hecha pedazos y sin saber a dónde ir. Me habían echado de mi casa.


El único lugar donde me sentí segura fue en el abrazo de mi abuela. Ella me abrió la puerta de su humilde casita con los brazos abiertos y los ojos llenos de amor. "Aquí siempre tendrás un hogar, mi niña. Eres perfecta tal como sos", me dijo, y esas palabras fueron el bálsamo que empezó a curar mis heridas.


Yo empecé a trabajar en lo que encontraba para ayudar con los gastos y no ser una carga. Pero una tarde, mientras yo preparaba la cena después de un día agotador, la abuela se sentó a mi lado.

—Juliana —dijo con su voz suave—, sé que tu sueño es ser psicóloga. No quiero que renuncies a eso.


La miré, sorprendida.

—Abuela, es muy caro. Yo ya estoy trabajando...

—No digas nada —me interrumpió con una sonrisa dulce—. Yo te voy a ayudar. Preocúpate por estudiar.


Y así fue. La abuela, con sus manos expertas, empezó a hacer pan casero para vender en el barrio. Cada día, el olor a pan recién horneado inundaba la casa. Con el dinero que ganaba, me compraba los libros, me daba para el pasaje y me preparaba la comida más rica y reconfortante para cuando yo volvía agotada de la universidad. Muchas veces la encontraba esperándome en la puerta, con un plato humeante y una sonrisa. "A comer, mi psicóloga", me decía.


Hubo momentos difíciles, claro. A veces me sentía culpable por su esfuerzo, otras veces las materias eran muy pesadas. Pero cada vez que pensaba en rendirme, veía sus manos amasando el pan, sus ojos llenos de fe en mí, y me daba fuerzas para seguir. Ella nunca me juzgó, nunca me pidió que cambiara. Solo me amó, incondicionalmente.


Hoy, mientras subía al escenario para recibir mi diploma, busqué su mirada. Mis padres no estaban, nunca me volvieron a hablar pero estaba ella, sentada en primera fila, con su cabello blanco y su sonrisa arrugada, pero sus ojos brillaban como dos estrellas. Me hizo un gesto de "te amo" con la mano, y yo sentí que el nudo en mi garganta era de pura felicidad.


Al bajar, corrí hacia ella y la abracé tan fuerte que sentí su pequeño cuerpo temblar.

—Abuela —le susurré al oído, con la voz quebrada—, este diploma es tuyo. Todo esto es tuyo. Me diste mucho más que una carrera. Me diste un hogar, me diste fe, me diste amor cuando nadie más lo hizo. Gracias por ser la única que siempre me aceptó y me amó tal como soy. Prometo ayudar a quienes se sintieron tan mal como un día yo me sentí. 


Ella me acarició el pelo, como cuando era niña.

—Siempre supe que lo lograrías, mi amor. Siempre. Estoy tan orgullosa de vos, mi psicóloga.


Y en ese abrazo, sentí que todas las heridas del pasado se cerraban. Tenía un futuro brillante, un sueño cumplido, y a la persona más importante del mundo a mi lado, la que me enseñó que el amor verdadero no tiene condiciones ni prejuicios.



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