Mi vecina me hacía trabajar y me daba solo diez pesos 💔
Mi nombre es Ramón.
Cuando tenía diez años, la vecina, Doña Elena, me llamó a su puerta. Su casa olía a pan recién hecho y a cera de piso.
"Ramón," dijo ella, con una sonrisa cansada, "necesito ayuda. ¿Te gustaría trabajar para mí? Te doy algo de dinero."
Yo, un niño de diez años, solo pensaba en el dinero. Acepté de inmediato. Hacía tiempo quería comprarme una patineta.
Mi trabajo era barrer su vereda, limpiar el auto viejo de su hijo (un trabajo pesado) y sacar la basura más grande.
A las pocas semanas, empecé a refunfuñar. "Doña Elena me pide demasiado y me paga muy poco," le dije a mi mamá.
Y era cierto. Ella me daba diez pesos por la semana. Pero, además del billete, la cosa era distinta.
"Ramón, veni, sentate," me decía después de terminar. Me sentaba en su cocina y ella me ponía un plato de sopa, o me daba un sándwich con jugo. Yo comía ahí y a veces me daba un extra para mis hermanos.
"Toma, Ramón," me decía otra vez, y me entregaba una bolsa. Dentro había un pantalón que se le había quedado chico a su nieto, pero estaba casi nuevo. O un jabón de tocador que olía bien. O un cuaderno y unos lápices para la escuela.
Yo seguía mirando el billete de diez pesos y pensando: Me paga poco. No me alcanza para la patineta. Es mala persona. Solo veía la cantidad, el número. Mi mamá siempre me decía que ella me daba mucho más que una patineta y no entendía a qué se refería. Decía que un día lo entendería.
Pasaron los años. Yo crecí, me fui del barrio, trabajé mucho.
Un día, ya de grande, con canas en la sien y con mis propios hijos, me dio una nostalgia tremenda. Pensé en Doña Elena y en su casa. Fui hasta allí.
Toqué la puerta.
Me abrió una mujer joven. "Disculpe, ¿busca a alguien?" preguntó.
"Yo... conocí a Elena," dije, y sentí un nudo en la garganta.
La mujer sonrió con tristeza. "Mi madre falleció hace muchos años, señor. Yo soy Paula, su hija."
"Ah," dije yo. "Lo siento mucho. Yo era el pequeño Ramón. El que le hacía los trabajitos cuando tenía diez años."
Los ojos de Paula se abrieron un poco más.
"¡Ah, sí! ¡El pequeño Ramón!" Ella se apoyó en el marco de la puerta. "Mamá siempre me contaba de vos".
Yo esperé que me dijera algo del auto, de la vereda, de lo injusta que fue.
"¿Sabes qué decía siempre mi mamá de vos, Ramón?"
Negué con la cabeza.
"Ella siempre decía: 'Yo no quiero que Ramón solo vea el dinero. No quiero que confunda el valor con la cantidad. Él necesita otras cosas ahora, más que un billete, veo la necesidad en su casa, su mamá me cuenta que no tienen dinero ni ropa, pero no quiero que sienta que es caridad. Quiero que sea un trabajo sencillo para que él se gane todo lo demás. Quiero que se sienta orgulloso. Le doy poco dinero para que aprenda que el valor de mi pago real no está en ese billete. Está en lo que ese billete no puede comprar pero él necesita".
Me quedé en silencio. El aire me faltó un segundo.
De repente, a mis cincuenta años, entendí el verdadero pago. El trabajo era la excusa digna. La sopa, la ropa para mis hermanos, el jabón, el cuaderno, todo eso valía cien veces más que sus diez pesos, y ella no quería que yo sintiera que me regalaba todo. Quería que yo sintiera que me los ganaba con mi esfuerzo. No era poco dinero. Era una enseñanza muy cara disfrazada de trabajo sencillo.
"Ella siempre te quiso mucho, Ramón," dijo Paula con la voz suave.
Yo solo pude asentir, sintiendo que un calor húmedo me picaba los ojos. "Y yo no me di cuenta hasta hoy," le dije.
Paula sonrió y cerró la puerta.
El pequeño Ramón, el de diez años, solo había visto diez pesos. El Ramón adulto acababa de entender el verdadero precio de la dignidad. Doña Elena ya no estaba, pero su lección estaba ahí, tan real como el pan recién hecho. Hoy soy un hombre honesto, trabajador y estoy seguro de que gran parte de esto se lo debo a ella.
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