En la escuela pública n° 35, la seño de tercero estaba dando una clase de ESI. En el fondo del aula, Camila, de 8 años, escuchaba con una atención que nadie notaba. Hasta ese día, cargaba con un peso muy grande en su pecho.
La maestra, Laura, explicó con calma la diferencia entre los secretos lindos, como una fiesta sorpresa, y los secretos "incómodos", esos que dan miedo, vergüenza o un nudo en la panza.
"Ningún adulto, ni de la familia ni de ningún lado, puede pedirles que guarden un secreto que los haga sentir mal", dijo la seño, mirando a cada uno de sus alumnos. "Esos secretos no se guardan. Se cuentan. Siempre. Porque su cuerpo es suyo y nadie puede obligarlos a hacer algo que no quieren".
Para Camila, esas palabras fueron una llave. El "juego secreto" que un familiar la obligaba a jugar en casa era uno de esos. Le daba mucho miedo y le dolía la panza. Le habían dicho que si contaba, su familia se rompería por su culpa.
Al terminar la clase, mientras todos guardaban sus cosas en un murmullo de risas y charlas, Camila se acercó al escritorio de la maestra. Con el corazón latiéndole en los oídos, esperó a que todos salieran.
"Seño", susurró, con la voz temblorosa, "yo tengo uno de esos secretos incómodos".
Laura dejó los cuadernos que estaba juntando de inmediato. Se agachó para quedar a la altura de Camila, creando una pequeña burbuja de confianza solo para ellas dos.
"Camila, gracias por ser tan valiente y contarme", le dijo con una voz suave pero firme. "Quiero que me escuches bien: Te creo. Nada, absolutamente nada de esto, es tu culpa. Lo que hiciste al hablar es lo más valiente que una persona puede hacer. Ya no estás sola, ¿me entendés? A partir de ahora, te vamos a proteger".
Tomada de la mano, Laura la acompañó a la dirección. La directora, Mónica, al escuchar el relato de la maestra, actuó sin dudar un segundo. Mientras contenía a Camila, le dijo a Laura: "Activamos el protocolo ya. La prioridad absoluta es la seguridad de Camila".
El teléfono de la dirección no paró de sonar. La primera llamada fue a la Línea 102 de Protección de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes para recibir asesoramiento inmediato. La segunda, fue para radicar la denuncia formal en la Comisaría de la Mujer, detallando el relato que Camila había podido por fin liberar.
La llamada más difícil fue a la mamá de Camila. "Necesito que vengas a la escuela. Camila ha sido increíblemente valiente hoy y te necesita. Estamos con ella, está a salvo".
Cuando la mamá llegó, corriendo y con el rostro lleno de angustia, encontró a su hija envuelta en una manta, pero con una mirada que ya no estaba rota por el miedo, sino sostenida por la contención de su maestra y su directora. Por primera vez en meses, Camila abrazó a su mamá y lloró, pero esta vez, eran lágrimas que limpiaban, que sanaban.
La historia de Camila no es un caso aislado. Es el resultado de una ley, la ESI, que funciona. Es la prueba de que una maestra que enseña, un directivo que actúa y un sistema que protege, pueden cambiar un destino. En cada aula hay un potencial secreto esperando una palabra de permiso para salir a la luz.

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