Me llamo Elena. Tengo sesenta y tres años y unas manos que ya no son para caricias finas, son manos para amasar el pan, para fregar rodillas raspadas y para sostener fuerte a quien se está por caer. Desde hace dos años, esas manos son el único ancla de Luz, mi nieta. Mi hija, su madre, decidió que su corazón tenía otro rumbo, uno donde no entraba un guardapolvo de jardín ni las fiebres de madrugada. Se fue con él, y me la dejó con una valija de ropa chiquita y un silencio que partía la casa en dos.
Hoy era la graduación de Luz. Su egreso de la salita de cinco. Anoche, mientras le planchaba la ropa, mi hija me llamó. No para preguntar por su nena, sino para quejarse. "¿Tanto lío por una pavada de jardín? No la lleves, ma. Es un gasto de tiempo". Le corté. Hay batallas que no merecen ni un suspiro.
Así que esta mañana, mientras le hacía las dos trencitas y le ajustaba el moño, sentí todo el peso del mundo. ¿Lo estaré haciendo bien? ¿Seré suficiente para ella? La vestía con un orgullo que me apretaba el pecho, pero también con una rabia sorda. Le arreglaba la ropa y pensaba en las manos que deberían estar haciendo esto. Cada risa de Luz era un sol en mi cocina, pero cada vez que de noche preguntaba por qué mamá no llamaba, una parte de mí se rompía.
El salón de la escuela estaba cargado de ese calor húmedo de diciembre. Todos eran parejas jóvenes, padres orgullosos filmando con sus celulares. Y en medio de todos, yo. Una abuela, con mi cartera gastada en la falda y el corazón en la boca. Luz estaba sentada con sus compañeritos, una pequeña que no paraba de girar la cabeza para buscarme, para asegurarse de que yo seguía ahí. Cada vez que sus ojitos encontraban los míos, me sonreía y yo le tiraba un beso al aire.
Cuando la directora la llamó, "¡Luz Benítez!", sentí que el aplauso era para mí. Cada paso que daba con sus zapatitos nuevos era una victoria nuestra. Subió al escenario, tan chiquita y tan seria, y recibió ese cartón que para otros sería un papel sin importancia. Para mí, era la prueba. La prueba de que lo estábamos logrando. De que el amor sana, de que la constancia abriga y de que no hacían falta otros brazos si los míos podían ser muralla y nido a la vez.
La directora le acercó el micrófono, como a todos, para que dijera su nombre y un "gracias". Luz lo miró, me buscó de nuevo entre la gente, y su carita se iluminó. Agarró el micrófono con sus dos manitos, lo acercó a su boca y en lugar de decir su nombre, gritó. Gritó con toda la fuerza de sus cinco años, con una voz que silenció el salón entero:
"¡ESTO ES PARA VOS, ABUE ELENA! ¡GRACIAS POR TRAERME SIEMPRE!".
El silencio se hizo eterno por un segundo. Y después, el salón estalló en un aplauso que no era para ella, era para nosotros. Las mamás a mi alrededor me miraban con los ojos húmedos, con una mezcla de pena y admiración. Yo no podía ver nada. Un velo de lágrimas me quemaba la cara. No era llanto de tristeza. Era de justicia. Era la voz de mi nieta diciéndole al mundo que nuestro equipo de dos era invencible.
Ese grito fue su verdadero diploma. Fue la validación de cada cuento que le leí, de cada fiebre que le bajé, de cada peso que estiré para que no le faltara nada. Esa nena, mi nena, acababa de sanar la herida más grande de mi corazón.
Al bajar, corrió hacia mí y se colgó de mi cuello. "Lo hice bien, abue?", me preguntó, con su aliento a caramelo. Mi hija nunca le había mandado al jardín, decía que era perder el tiempo a esa edad pero desde que vivía commigo empezó a ir.
La abracé, enterrando la cara en su pelo. "Lo hiciste perfecto, mi amor", le susurré. "Lo estamos haciendo perfecto".
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