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El sueño de mi padrastro

 Con mi primer sueldo le cumplí el sueño a mi padrastro!!! 

Damián, de 18 años recién cumplidos, estaba en la sala grabando un reel con Ernesto


—Dale, Pa, es fácil. La tendencia es “En otra vida, yo era...” y tenés que contar algo que siempre quisiste y nunca tuviste, y por qué. Hacelo sencillo —instruyó Damián.


Ernesto, su padrastro, el hombre que le enseñó a ser hombre desde que su padre biológico se fue y nunca miró hacia atrás, se puso frente al lente con una sonrisa forzada.


—A ver... En otra vida, de chico tenía una fiesta de cumpleaños —dijo Ernesto, y su voz, usualmente firme, se apagó un poco.


Damián detuvo la grabación, extrañado.


—¿Qué? ¿Cómo que no tuviste una fiesta?


Ernesto suspiró y respondió 


—Es solo para el video. 

—No, no lo es. Contame la verdad—pidió Damián.


Ernesto se sentó en el sofá y comenzó:


—Mi familia era muy humilde, ¿viste? Cumplir años era un día normal. Pero yo, de niño, soñaba con dos cosas. Quería una mesa llena de comida: una chocolatada bien fría, Cheetos, muchas papas fritas y un par de panchos con mucha mostaza. Era mi fantasía de niño rico, supongo. Y la torta... siempre veía una torta en la panadería. Jamás tuve nada de eso. Y además, Damián, era un auto de juguete. Uno rojo, era perfecto. Soñaba con que, aunque no hubiera fiesta, ese autito estuviera esperándome.


Damián se quedó en shock. Este hombre le había dado todo: apoyo incondicional, amor de padre, educación, un techo seguro, un apellido en el corazón, y él no sabía de esa pena. No sabía del auto rojo.


Esa misma noche, Damián tomó una decisión. Tenía su primer sueldo de medio tiempo, el que había ganado desde que salió de la secundaria. Era su dinero, el fruto de su esfuerzo, y ahora sabía su destino.


Pasó la siguiente semana planeando. Llamó a la madre de Ernesto para que le diera la lista de sus amigos de la juventud y coordinó con todos.


El viernes por la noche, cuando Ernesto se preparaba para ver un partido de fútbol, Damián lo llamó al garaje con una excusa sobre una herramienta. Cuando Ernesto abrió la puerta, se encontró con una ráfaga de luz y un grito que le llegó al alma.


—¡SORPRESA! ¡FELIZ CUMPLEAÑOS!


Ernesto parpadeó. El garaje estaba irreconocible, lleno de globos de todos los colores. Y allí estaban: sus amigos de toda la vida, su esposa, y Damián, parado en el centro de un festín que parecía sacado de sus sueños de niño.


La mesa era una explosión de color y sabor infantil: la jarra gigante de chocolatada, las fuentes rebosantes de Cheetos y papas fritas saladas, el olor a pancho recién hecho, sándwiches de miga. Y en el medio, una gloriosa torta decorada con crema de colores.


Ernesto no pudo contener el temblor en las manos. Las lágrimas le ardieron en los ojos.


—Damián... ¿y esto? —apenas pudo articular.


Damián caminó hacia él, con una caja de regalo en sus manos, y le sonrió con una mezcla de orgullo y ternura.


—Es tu fiesta de cumpleaños, Pa. La que te debían. Y la pagué con mi primer sueldo.


Abrió la caja y se la tendió a Ernesto. Adentro, brillaba un auto de juguete rojo, nuevo, idéntico al que había soñado.


Ernesto tomó el autito con cuidado, como si fuera de cristal. Era el coche que representaba la carencia que nunca había contado. Levantó la vista hacia Damián, y por primera vez en años, el hombre fuerte que lo había criado se veía como el niño que nunca fue.


—Hijo, esto... No tenías que...


Damián lo abrazó con fuerza, el auto rojo quedando entre los dos.


—Sí tenía que, Pa. Vos me diste todo. Me diste la vida que mi padre me quitó. Me enseñaste que un hombre no es el que engendra, sino el que se queda. Me diste un futuro. Hoy, yo te doy tu pasado. Te doy tu chocolatada, tus Cheetos, tu pancho, tu torta, tus globos, tus amigos y tu auto de juguete —le susurró Damián al oído, con la voz quebrándosele en el final—. Te amo, Pa. Gracias por ser mi padre.


Ernesto lo apretó contra su pecho, con la fuerza de todos los años de amor incondicional.


—Vos sos mi mayor regalo, Damián —le dijo con el corazón en la garganta, sintiendo cómo esa pequeña herida de niño se cerraba para siempre con la inmensidad del amor de su hijo.


Y mientras los amigos cantaban el cumpleaños feliz, Ernesto, con el autito rojo en la mano, tomó un puñado de chizitos de la mesa y se rió, feliz, por primera vez, con la alegría completa de un niño en su fiesta.



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