El mundo de Emma, a sus ocho años, tenía los bordes definidos por un "no" rotundo. Un "no, eso no podés" que se repetía en cada cumpleaños, en cada recreo, en la vidriera de cada panadería cuyo aroma a pan caliente se le antojaba un paraíso inalcanzable. Emma era celíaca, y en su humilde casa de paredes descascaradas, esa palabra de siete letras pesaba como una condena.
Su mamá hacía malabares con el dinero que su papá traía del taller. Comprar la premezcla sin TACC era un lujo que significaba recortar de otro lado. Sus dos hermanos mayores, Juani y Lucas, podían devorar las galletitas de oferta, los alfajores que compraban con algunas monedas en el kiosco de la esquina. Para Emma, había un estante aparte en la alacena, un pequeño tesoro de galletas de arroz y algún alfajor de maicena que costaba el triple y sabía a esfuerzo.
La diferencia dolía en silencio. Dolía cuando sus hermanos untaban dulce de leche en un pan blando y esponjoso mientras ella masticaba su galleta seca. Dolía cuando en la escuela compartían golosinas y ella tenía que decir, con la voz apenas audible, "no puedo, gracias". Se sentía distinta, frágil, una carga. A veces, por la noche, apretaba los ojos muy fuerte y le pedía a una estrella fugaz que al día siguiente la despertara sin esa enfermedad que nadie veía, pero que le prohibía todo lo que un niño desea.
Un martes, en clase, la seño Laura propuso una actividad nueva. Había visto en internet una de esas tendencias que se hacían virales, un juego inofensivo para conocerse mejor. "Vamos a jugar a 'En otra vida...'", dijo con una sonrisa. "Cada uno va a decir qué sería o qué haría en una vida diferente".
Pasaron los compañeros. "En otra vida, sería astronauta", dijo Mateo. "En otra vida, tendría un unicornio", soñó Sofía. Las respuestas eran pura fantasía infantil, risas y sueños imposibles. Cuando llegó el turno de Emma, se hizo un silencio. Ella miraba sus manitas sobre el pupitre, como si la respuesta estuviera escrita en ellas. Levantó la vista, y con los ojos brillantes, a punto de desbordarse, dijo con una sinceridad que partió el aire:
—En otra vida... no tendría celiaquía y podría comer muchas cosas dulces.
La simpleza de su deseo, tan terrenal y profundo, dejó a todos sin palabras. No era un cohete a la luna ni una mascota mágica. Era el anhelo de un alfajor compartido, de una porción de torta sin miedo. La seño Laura sintió un nudo en la garganta. Vio en los ojos de Emma la carga de mil privaciones, la tristeza de sentirse siempre al margen.
La frase de Emma, "En otra vida...", quedó flotando en el aula, cargada de una emoción inesperada. Alguien la comentó en el grupo de WhatsApp de las madres y, como una chispa, encendió algo en la comunidad escolar.
A la semana siguiente, el sol de primavera inundaba el patio de la escuela. Se celebraba el Día de la Primavera y, tradicionalmente, cada familia aportaba algo para un picnic comunitario. Pero ese año fue diferente. Cuando Emma llegó, de la mano de su mamá, sintió un aroma distinto. No era el olor a facturas de siempre. Olía a coco, a maicena, a chocolate y a algo más: a dedicación.
En el centro del patio había una mesa larguísima, cubierta por un mantel de colores vibrantes. Y sobre ella, un despliegue de maravillas que sus ojos no podían creer. Había bizcochuelos de naranja, alfajores de maicena caseros, tortas de chocolate decoradas con merengue, brochetas de frutas y hasta sándwiches de miga. Al lado de cada fuente, un cartelito hecho a mano por los niños decía: "Hecho con amor y sin TACC".
La seño Laura se acercó y se arrodilló a su altura. "Feliz primavera, Emma. Esto es para vos".
Emma levantó la vista y vio a sus compañeros sonriendo. Vio a las mamás y a los papás, a los maestros. Habían pasado la semana investigando recetas, aprendiendo sobre la contaminación cruzada. Las maestras habían convertido la cocina de la escuela en un taller de panadería sin gluten. Los niños habían dibujado los carteles y estudiado por qué su amiga no podía comer lo mismo que ellos. Lo habían entendido.
Las lágrimas que Emma había contenido durante tanto tiempo comenzaron a rodar por sus mejillas. No eran de tristeza, sino de una emoción tan abrumadora que apenas la dejaba respirar. Su mamá la abrazó, llorando también. Por primera vez, Emma no era la niña del "no puedo". Era la reina de la fiesta. Tomó un alfajor de maicena que se deshizo en su boca, dulce y perfecto. Y luego otro, y un trozo de bizcochuelo. Comió hasta que le dolió la panza, pero de felicidad.
Ese día, un padre grabó un video corto: la mesa repleta, la cara de Emma iluminada por las lágrimas y la sonrisa, y una cartulina grande donde un niño había escrito con marcador la frase que lo cambió todo: "Emma, para que no tengas que esperar a OTRA VIDA".
El video se subió a las redes. En cuestión de horas, la historia de Emma y su deseo se hizo viral. "En otra vida..." se convirtió en un lema, un estandarte de empatía. La gente lo compartía conmovida, no solo por la celiaquía, sino por lo que representaba: el poder de una comunidad para hacer que el sueño de un niño no tuviera que esperar a otra vida, sino que pudiera cumplirse, aquí y ahora, con un simple gesto de amor.
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