Nunca imaginé que a mis 64 años estaría sentada en un banco de madera, duro y frío, esperando que un juez decidiera sobre el destino de mi vida. Pero lo más doloroso no era eso. Lo que me partía el alma era mirar al otro lado de la sala y ver a mi propia hija, la que llevé en mi vientre, sentada con su abogado como si yo fuera una extraña. Mi hija me llevó a juicio, y todo por Ludmila, mi nieta, mi sol.
Todo empezó hace ocho años. Mi hija tenía apenas dieciocho cuando nació Ludmila. Yo estaba feliz, sería abuela. Pero para ella, la beba era un ancla. "Mamá, no puedo más", me dijo una tarde, con la valija en la mano. "Quiero vivir mi vida, conocer el mundo. Ludmila me lo impide". Ludmila, con sus dos añitos, dormía en su cuna, ajena a todo.
—¿Y qué pretendes que haga? —le pregunté, con un nudo en la garganta.
—Quédatela vos, mamá. Por un tiempo. Después vuelvo a buscarla.
Ese "después" se convirtió en ocho años de silencio. Ocho años en los que me convertí en la mamá de mi nieta. Yo estuve ahí cuando se raspó las rodillas por primera vez. Yo la abracé en su primer día de jardín de infantes, secándole las lágrimas y diciéndole que todo estaría bien. Su primera palabra no fue "mamá", fue un balbuceo que sonó claro como el agua: "Buela". Yo la vi dar sus primeros pasos, aferrada a mis dedos, con esa sonrisa que iluminaba toda la casa.
Ludmila creció siendo mi compañera. Es una nena buena, obediente, toma mate conmigo todas las mañanas, hacemos galletas caseras. Me ayuda a poner la mesa, me cuenta sus cosas de la escuela, voy a sus actividades, a ver la presentación de fin de año de danza, me da un beso de buenas noches cada día. Es la razón por la que me levanto por la mañana. Siempre me esforcé por criarla bien, para que no cometa los mismos errores que su madre, para que entienda que el amor y la responsabilidad van de la mano.
Y entonces, un día, el timbre sonó. Era ella. Mi hija. Cambiada, vestida con ropa cara, hablando de un modo que no reconocía. Después de los saludos incómodos, fue directo al grano.
—Vengo a buscar a Ludmila. Ya tengo mi vida ordenada, me casé y puedo darle todo lo que necesita.
Sentí como si el suelo se abriera bajo mis pies. Ludmila, que estaba en la cocina, se asomó y al verla, se escondió detrás de mí.
—¿Buscarla? —le dije, con la voz temblando de rabia—. La abandonaste hace ocho años. Su vida está acá, conmigo.
—Legalmente, es mi hija. Y me la voy a llevar.
Me negué rotundamente. Y así empezó la pesadilla. Recibí una citación. Ella había iniciado un juicio por la custodia. Fueron meses de angustia, de abogados, de papeles que no entendía. Yo solo podía abrazar a mi nieta y prometerle que nunca dejaría que nadie nos separara.
El día del juicio llegó. Mi hija contó su versión: que era joven, que se arrepentía y que ahora podía ofrecerle un futuro mejor. Su abogado pintó un cuadro donde yo era una mujer mayor, quizás incapaz de criar a una niña. Yo sentía que el mundo se me venía encima.
Cuando llegó el momento, el juez, un hombre de mirada seria pero amable, dijo algo que no esperaba.
—Señorita Ludmila, ¿te gustaría acercarte y hablar conmigo un momento?
Mi corazón se detuvo. Ludmila, con sus diez años, caminó con una seguridad que me asombró. Se paró frente al estrado y miró al juez a los ojos.
—Señoría —dijo con su vocecita clara—, yo quiero decir algo.
El silencio en la sala era total.
—Esa señora que está allá —dijo, señalando a mi hija sin una pizca de rencor— dice que es mi mamá. Y sé que lo es, pero yo no la conozco. Yo solo conozco a mi abuela, Claudia.
Tomó aire y siguió.
—Cuando yo era chiquita, mi primera palabra fue "buela". Cuando me caí de la bicicleta y me lastimé mucho la rodilla, fue mi abuela la que me curó y me cantó para que no llorara. Ella me aplaudió en mi muestra de danza. Ella me llevó a mi primer día de clases porque yo tenía miedo. Todas las mañanas me prepara el desayuno y me hace una trenza para ir a la escuela. Ella me enseña a ser buena persona. Cuando tengo miedo me abraza, me escucha. Me festejó mis cumpleaños, me hace un té si me duele la panza.
Ludmila se giró y me miró. Sus ojos se llenaron de lágrimas, igual que los míos.
—Mi mamá me dejó cuando yo tenía dos años. Mi abuela nunca me dejó. Mi casa es donde está ella. Por favor, señor juez, no deje que me separe de mi abuela. No quiero vivir con una desconocida. Mi abuela es mi familia.
Se me rompió el corazón en mil pedazos de puro amor. El juez se quitó las gafas, se frotó los ojos y miró a mi hija, que tenía el rostro pálido. No hizo falta decir mucho más. La decisión fue casi inmediata. La custodia me fue otorgada a mí.
Al salir del juzgado, abracé a Ludmila con todas mis fuerzas. Ella me apretó fuerte y me susurró al oído: "Ganamos, abu". Y yo supe que no había ganado un juicio. Había ganado en la vida, porque el amor que habíamos construido durante todos esos años era más fuerte que cualquier lazo de sangre abandonado. Mi hija me llevó a juicio, sí, pero fue mi nieta quien nos dio justicia.
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