Tengo 23 años y estoy en la cocina de mi pequeño departamento de estudiante, calentando agua. El aroma a pan llena el aire, y mientras vuelco el agua caliente sobre el saquito de matecocido en la taza, el vapor me transporta a años atrás. Me veo a mí mismo, un flaquito de diez años llamado Mauricio, con un guardapolvo gastado y una mochila con un solo cuaderno. Y me acuerdo del hambre.
En esa época, en mi casa de madera, la comida era una visitante que a veces se quedaba a dormir y otras, pasaba de largo. Mi comida segura, la única que sabía que no iba a fallar, era la merienda de la escuela. A las tres de la tarde, la portera pasaba por las aulas con el carrito que hacía un ruido metálico inconfundible. Para mí, era el sonido más lindo del mundo. Nos daba a cada uno una taza de matecocido bien caliente y un trozo de pan. Esa era mi cena, mi almuerzo, mi todo. Ese pan y ese líquido dulce eran el combustible que me mantenía en pie.
El problema era diciembre. Mientras mis compañeros saltaban de alegría por las vacaciones, a mí se me formaba un nudo de pánico en la garganta. Tres meses. Tres meses sin el carrito de la portera. Tres meses de un desierto incierto.
Recuerdo el último día de clases de quinto grado como si fuera hoy. El sol pegaba fuerte, y la alegría de los chicos era inmensa. Yo no compartía esa felicidad. Estaba calculando. Contando los días hasta marzo. Cuando sonó el timbre final, una campana que para todos era de libertad, para mí fue una sentencia.
Mientras todos salían corriendo, mi maestro, Fer, me hizo una seña desde su escritorio. Me acerqué con miedo, pensando que me había mandado alguna macana.
—Mauricio, un minuto —me dijo con su voz tranquila de siempre.
—Sí, maestro.
Él me miró, y no era una mirada de reto. Era algo distinto. —Mirá —dijo, pasándome un cuaderno nuevo y un lápiz—. Te voy a dar una tarea especial para el verano. No es obligatoria, es solo para vos. Quiero que todos los días escribas una frase. Una sola. Contando algo de tu día. Lo que sea.
Yo agarré el cuaderno, confundido. —Pero para poder pensar y escribir bien —continuó, agachándose un poco para quedar a mi altura—, necesito pedirte un favor gigante. Un favor de hombre a hombre. Yo asentí, sin entender. Se levantó y fue hasta un armario del fondo del aula. Sacó una caja de cartón pesada, que se notaba que le costaba levantar. La puso sobre su escritorio con un ruido sordo. —Mi esposa me va a matar —dijo, secándose una transpiración falsa—. Compré demasiadas cosas y ya no entra nada en la alacena. Me dijo que si no vacío esto antes de que nos vayamos de vacaciones, duermo afuera. ¿Vos me harías el favor de llevártela? Así no se echa a perder. Son pavadas, yerba, azúcar, harina, fideos… Me salvarías la vida, en serio.
Me quedé mirándolo. Luego miré la caja. No entendía nada hasta años después. La mentira más hermosa que alguien me había dicho jamás. No me estaba regalando nada. Me estaba pidiendo ayuda. Me estaba dando la dignidad de sentir que era yo quien le hacía un favor a él.
No pude decir nada. Solo asentí con la cabeza, tragando saliva para deshacer el nudo en la garganta. —Gracias, campeón. Me salvaste —dijo, y me palmeó el hombro mientras me ayudaba a cargar la caja, que pesaba un mundo.
Mi madre me escuchó con atención y con los ojos brillosos me respondió: "qué bueno que te haya elegido a vos para ese favor, seguro porque sos un buen alumno y sabe que podés ayudarlo". Nunca más habló del tema.
Ese verano fue diferente. Todas las tardes, mi mamá hacía tortas fritas con la harina de la caja, y tomábamos matecocido con el azúcar y la yerba del maestro. Y cada día, antes de la merienda, yo me sentaba con mi cuaderno nuevo y cumplía mi tarea. Escribía mi frase. "Hoy llovió", "Hoy mamá cantaba", "Hoy jugué a la pelota".
Hoy, a mis 23 años, a punto de recibirme de profesor, entiendo la magnitud de lo que hizo el maestro Fer. La caja no solo tenía comida. Tenía respeto. Tenía empatía. Tenía un mensaje silencioso que decía: "Te veo, sé por lo que estás pasando y me importa".
Comentarios
Publicar un comentario