"Los niños son maestros que vienen a enseñarnos con sus acciones y emociones, son una guía para nuestro despertar"
Mi nombre es Patricia y soy docente. Trabajo en una escuela primaria de Argentina y este año me asignaron para trabajar con tercer grado, es decir, niños de aproximadamente ocho años. El primer día de clases todos estaban muy ansiosos por conocerme, saber cómo sería el año, y lo que más les preocupaba a mis alumnos: saber si dejaba tarea. Mi respuesta fue sí, y mucha, a mi clase no se iba a perder el tiempo y ellos debían de saberlo desde el primer día.
A la hora de anunciar qué grado le correspondería a cada docente quienes habían sido mis alumnos antes suspiraron aliviados al saber que no estaría con ellos nuevamente. A los niños de ahora les gusta perder el tiempo, no entregar los deberes, no leer absolutamente nada. Si la tarea era para el miércoles y ese día no estaba completa no había un: "perdón seño" ni excusas que me conmovieran, desde pequeños deben de saber lo que es la responsabilidad, si no, ¿qué les espera para la secundaria? ¿o para la universidad?
Lamentablemente se tuvieron que suspender las clases presenciales y adaptarlas a una modalidad virtual por todo lo que está pasando en el país, la cuarentena era obligatoria. De inmediato me puse a buscar materiales para mandarle a mis alumnos, agradecí que hayan dado netbooks en las escuelas así no tendría que estar viendo cómo hacer con las fotocopias y demás cosas. Todo era más simple así.
Empecé a preparar las diferentes actividades y ellos las iban entregando mucho antes de la fecha estipulada. Pero no todo era perfecto. Estaba Agustín. Quien me volvía loca desde las clases presenciales, las pocas que hubo. Él no tenía ocho años como los demás niños sino que ya tenía diez. Había repetido de grado en dos ocasiones y ni así podía entender lo que explicaba. No estaba quieto nunca, ante la más mínima provocación o chiste de sus compañeros respondía con golpes e insultos, algo que en mi clase no se tolera. En los recreos era lo mismo, incluso a sus compañeras las golpeaba si no hacían lo que él quería.
Las clases virtuales no fueron muy diferentes, rara vez entregaba un trabajo y cuando lo hacía estaba incompleto o mal hecho. Ese niño realmente era un verdadero problema. Un niño problemático.
Decidí optar por una videollamada en donde todos nos viéramos, vi que muchos utilizaban Zoom, un sistema de reuniones virtuales, así que les mandé un mail a mis alumnos con el enlace, la fecha, la hora y pedí puntualidad ya que la clase no duraría mucho, solo sería para aclarar algunas dudas. Quien no se conectara tendría falta y lo tendría en cuenta para la calificación general.
Para mi sorpresa todos se conectaron, incluso Agustín. Estuvieron aproximadamente quince minutos riéndose, intentando conectar bien la cámara y el micrófono, haciendo chistes, mandando emojis, hasta que por fin di por finalizada la etapa de saludos y pedí silencio. Todos estaban mirando con atención la pantalla y escuchando mis indicaciones para las próximas actividades. Cada tanto se escuchaba a un perro ladrar, una risita de fondo, alguna mamá o papá que los llamaba, a lo que respondían entre risas: "¡estoy en clase virtual!
Pedí que apagaran sus micrófonos pero pocos sabían cómo hacerlo. Así que se seguía escuchando, el ruido de la televisión, más perros, y por ende, más risas y distracciones. Suspiré y me callé por un instante.
En ese silencio pude escuchar algo más que sonidos de ambiente normales de un hogar, escuché gritos, llantos, súplicas por parte de una mujer a lo que parecía ser su esposo. Pregunté de dónde venía ese ruido, quién estaba hablando, y en una sola voz todos respondieron: "viene de la cámara de Agustín, seño".
Agrandé su pantalla para ver mejor y ahí estaba como siempre, con la mirada perdida, seguramente no había escuchado ni un poco de la clase. Los gritos seguían. Él parecía no moverse. Hasta que reaccionó ante el primer sonido que pareció una especie de golpe gritando: "¡papá, por favor basta!"
Los demás niños se quedaron quietos, asustados diría yo, ya nadie reía ni hablaba. Quise interferir y hablarle a Agustín pero parecía no escucharme. Era una verdadera situación de violencia familiar.
En los gritos de su progenitor podía oír las palabras de Agustín en clase, los insultos de su padre eran los que él decía.
Finalicé la clase y me comuniqué con la escuela, quien a su vez se comunicó con las autoridades. Era lo mínimo que podía hacer.
Niño problemático... resonó esa frase en mi mente luego de todo esto. ¿Quién tenía problemas realmente? Agustín de seguro no. Él solo era un niño como todos, con ganas de aprender, jugar, pero atravesando por una situación que impedía que pudiera desarrollarse y crecer en un ambiente sano y libre de violencia.
Él repetía de año escolar para que aprendiera matemática, literatura... pero jamás iba a poder avanzar, porque nadie le estaba enseñando lo esencial para la vida: el respeto, el amor, la paciencia... la escuela, yo, le estábamos fallando al juzgarlo y gritarle por su mal comportamiento en vez de averiguar qué sucedía.
Creí que la cantidad de años ejerciendo eran suficientes para saberlo todo sobre la educación, pero Agustín, de diez años, me enseñó muchas más cosas.
Él nunca fue el problema.