Mi nombre es Lucas, y la luz del velador es la única que queda encendida en mi casa. Afuera, el barrio duerme, pero sobre mi escritorio, el universo de la biología celular sigue girando en una pantalla. Estoy a una semana de rendir el último final del CBC para entrar a Medicina, y mi única compañera de estudio, como desde hace seis años, es mi vieja netbook del gobierno.
Recuerdo el día que nos la dieron en la escuela como si fuera ayer. Yo tenía trece años y la sostuve en mis manos con un cuidado casi sagrado. En casa, las cosas nunca fueron fáciles. Veía el esfuerzo gigante de mi mamá para que nunca nos faltara lo indispensable, y una computadora era un lujo de otro planeta. Mientras mis compañeros se quejaban porque "no corría los juegos" o la comparaban con las que ya tenían, yo sentía que me habían entregado una llave maestra. Esa noche, mi mamá se sentó a mi lado, y con sus ojos cansados pero llenos de orgullo, la vimos encenderse por primera vez. "Cuidala, mijo", me dijo. "Valora esto, no podría comprar algo así".
No me tomé esas palabras a la ligera. Esa netbook, con su procesador lento y su memoria limitada, me obligó a ser creativo. Aprendí a tener paciencia, a buscar tutoriales para optimizarla, para hacer que cada recurso valiera el doble. Fue en esas noches de investigación que descubrí un programa de diseño. Empecé jugando, pero pronto le hice un folleto al almacén de Don José. Cuando me pagó los primeros billetes, arrugados y ganados por mí, sentí una emoción que no me olvido más. Con ese dinero compré mi primer libro de anatomía, uno usado que todavía conservo. "Diseños Lucas", como me decían en el barrio, me permitió ayudar en casa, comprar mis propios útiles y sentir que mi esfuerzo valía.
Hoy, la netbook lleva las marcas de nuestra historia juntos. La tecla "A", casi borrada de tanto escribir resúmenes. Una calcomanía de un átomo que pegué para una feria de ciencias. La esquina de la carcasa que se rompió en una caída, pero que pegué con cuidado. No es la más moderna ni la más rápida del aula. A veces, cuando estoy en la facultad, veo las MacBooks y las laptops ultralivianas a mi lado y soy consciente de la diferencia.
Pero entonces miro mi pantalla, donde ahora mismo se proyecta un corazón humano latiendo, y entiendo algo. Esta máquina no solo me enseñó sobre células y sistemas; me enseñó a no rendirme, a ser recursivo, a valorar cada oportunidad. Mi mamá tenía razón. Esta llave me abrió la primera puerta. Y estoy decidido a seguir empujando, con ella a mi lado, hasta poder abrir la puerta de un consultorio y devolver un poco de todo lo que me fue dado.
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