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Mostrando entradas de octubre, 2025

El día que valoré mi hogar

  —¿Otra vez pastel casero, mamá? —dijo Lucía con un puchero—. Mis amigas tienen pasteles de colores, con chispitas… y aquí siempre lo mismo. —Hija, lo hice con todo mi cariño. Quizás no es perfecto, pero tiene nuestro amor. Recibió el regalo de su padre, una muñeca usada comprada en la tienda. La fiesta fue en su casa. La mamá había decorado todo para la ocasión, ella misma había dibujado y pintado el diseño. No había muchas cosas en la mesa dulce ni grandes lujos y la niña sentía vergüenza. Lucía sopló las velas sin mucho entusiasmo, aunque después rió, jugó con su hermano, amigos y terminó la noche entre abrazos. Unos días después, fue al cumpleaños de su mejor amiga. Había un pastel enorme, cupcakes de colores, un salón decorado como en las películas. Todo parecía mágico… hasta que los padres empezaron a discutir frente a todos. La madre gritaba, el padre se fue dando un portazo. La cumpleañera se quedó callada, con lágrimas en los ojos, sin fuerzas para soplar sus velas y sin ...

La abanderada Sofía

  En la Escuela N° 42, no había dudas: la abanderada tenía nombre y apellido, y era Sofía Gómez. Sus cuadernos impecables, sus participaciones brillantes, sus dieces en cada materia, la señalaban como la mejor. Pero Sofía no era como los otros chicos. Mientras ellos llegaban con zapatillas nuevas y mochilas de marca, Sofía llevaba un guardapolvo gastado, zapatillas que conocían el barro del potrero y una mochila remendada por su abuela. Al salir del colegio, Sofía no iba a jugar. En su pequeña mochila no solo llevaba libros, sino también un estuche de madera con hilos de colores y mostacillas. Se sentaba en la esquina de la plaza principal, cerca de la parada de colectivo, y ofrecía sus pulseritas. "Son para la suerte, señor", decía con una sonrisa que intentaba disimular el cansancio. Cada peso que ganaba era para ayudar en casa. Para el arroz, para la luz, para que su hermanito menor tuviera un vasito de leche más. Los compañeros la admiraban por su inteligencia, pero algun...

Me enojé con mi alumno sin saber su realidad

  La seño Laura estaba preocupada por Mateo. Siempre en el rincón, callado, con ojeras que no le pertenecían a sus 8 años. Pero lo que más le preocupaba era la tarea de los lunes. La consigna era simple: 'Dibuja y escribe lo que hiciste el fin de semana'. El cuaderno de Mateo siempre volvía con esa hoja en blanco. Laura intentó de todo. Habló con él, le ofreció lápices de colores nuevos, le preguntó si no se acordaba. Mateo solo se encogía de hombros. Un lunes, harta de la situación, lo sentó frente a ella y le dijo con un tono más severo: 'Mateo, es la última vez. Si mañana no traes la tarea, voy a tener que citar a tus papás'. Al día siguiente, Mateo llegó con su cuaderno. En la hoja, no había un dibujo. Había una lista, escrita con letra temblorosa: Sábado 7:00 am: Despertar a Luli. Sábado 8:00 am: Calentar la leche (sin que se queme). Sábado 10:00 am - 6:00 pm: Jugar a que el piso no es lava para que Luli no salga al patio sola. Sábado 7:00 pm: Ver si mamá dejó fide...

Vi a mi alumna ejemplar dormir en la calle

  Luz era la estrella de quinto grado. Sus cuadernos eran un arcoíris de perfección, su sonrisa, un sol. Siempre limpia, siempre puntual, siempre la primera en terminar. La señorita Elena, su maestra, la quería, pero notaba un brillo extraño en sus ojos, una prisa por llegar y una resistencia a irse que no era normal en una niña de diez años. —Seño, ¿puedo quedarme un ratito más a ayudar? —preguntaba Luz al final de cada jornada. —Claro, mi vida, pero tu mamá te debe estar esperando —respondía Elena, aunque nunca veía a nadie buscando a Luz. Un martes de lluvia torrencial, Luz llegó a la escuela tiritando, con el pelo empapado. La señorita Elena se preocupó. —Luz, ¿qué pasó? ¿Tu mamá no te trajo? —No, seño. Me caí en un charco grande. Pero estoy bien —mintió Luz, secándose las lágrimas con la manga. Esa tarde, la señorita Elena, llena de una inquietud que no la dejaba en paz, decidió seguir a Luz a la salida. Vio cómo la niña caminaba rápido, se metía por callejones hasta que llegó...

Su hijo Roberto le salvó la vida

  Para Roberto, cada mañana era un recordatorio de lo que no fue. Veía a su hijo Leo, de 12 años, y una sombra de decepción le apretaba el pecho. Leo tenía síndrome de Down, y para Roberto, eso era un fracaso personal. Mientras los hijos de sus amigos jugaban al fútbol o presumían de sus notas, Leo se concentraba con una lentitud que a él le desesperaba para atarse los cordones. —¿Otra vez con eso? ¡Dale, Leo, que no tenemos todo el día! —le espetó esa mañana, con el filo de la amargura en la voz. Su esposa había insistido en que Leo asistiera a un taller de primeros auxilios en su escuela especial. "¿RCP? Por favor, apenas puede seguir una receta de cocina", había pensado Roberto con desprecio. No entendía esa manía de enseñarle cosas "de grandes" a un chico que, según él, siempre sería un niño. Ese mediodía, mientras su esposa estaba en el supermercado, ocurrió. Un dolor agudo, como una daga de fuego, le atravesó el pecho. El aire se le escapó de los pulmones y ca...

De paciente a médico: la historia de Marcos

  Tenía siete años y mi mundo era una habitación blanca en el tercer piso del Hospital Central. Mi cuerpo era un mapa de pinchazos y mi única ventana al mundo exterior era un vidrio que empañaba con mi aliento. Mi mamá me susurraba que teníamos suerte, que habíamos caído en las mejores manos. "Acá no importa de quién sos hijo, solo importa que te cures", me decía. Y esa era la verdad más grande de todas. El hospital público era un organismo vivo. Latía con las corridas de las enfermeras por los pasillos, respiraba con el silbido de los tanques de oxígeno y se alimentaba de una vocación que yo no entendía, pero sentía en cada gesto. En Laura, la enfermera que me cambiaba el suero a las cuatro de la mañana y me dejaba un caramelo en la mesita de luz. En el doctor Gutiérrez, un hombre serio que me revisaba con un cuidado infinito y después, con sus propios lápices de colores, me dibujaba en un papel cómo mis defensas iban a ganar la batalla. En ese lugar aprendí que la riqueza n...

Una clase de ESI salvó a Camila

  En la escuela pública n° 35, la seño de tercero estaba dando una clase de ESI. En el fondo del aula, Camila, de 8 años, escuchaba con una atención que nadie notaba. Hasta ese día, cargaba con un peso muy grande en su pecho. La maestra, Laura, explicó con calma la diferencia entre los secretos lindos, como una fiesta sorpresa, y los secretos "incómodos", esos que dan miedo, vergüenza o un nudo en la panza. "Ningún adulto, ni de la familia ni de ningún lado, puede pedirles que guarden un secreto que los haga sentir mal", dijo la seño, mirando a cada uno de sus alumnos. "Esos secretos no se guardan. Se cuentan. Siempre. Porque su cuerpo es suyo y nadie puede obligarlos a hacer algo que no quieren". Para Camila, esas palabras fueron una llave. El "juego secreto" que un familiar la obligaba a jugar en casa era uno de esos. Le daba mucho miedo y le dolía la panza. Le habían dicho que si contaba, su familia se rompería por su culpa. Al terminar la cla...