Necesitamos niños seguros, no acomplejados.
Muchas veces al saludar a un niño a quien no veíamos hace tiempo se nos pasa por la mente algo más que un simple "hola", agregando comentarios innecesarios y en su mayoría, hirientes.
Un niño vio a su padrino luego de no haberlo visto hace meses, él lo saludó de forma amistosa y el niño le devolvió el saludo y la sonrisa, sonrisa que desapareció cuando su padrino empezó a hablar.
-¡Qué grande estás! ¡Estás más gordo! hay que aflojarle a los postres, ¿eh? ¿mucha coca-cola? -dice entre risas y despidiéndose.
Lo que para aquel hombre fue un simple saludo amistoso para el niño fue una puñalada. La médica le había dicho, estaba subiendo de peso debido a los medicamentos para controlar el asma, pero de a poco iría mejorando, con deporte y comiendo de forma saludable, como lo estaba haciendo, solo era cuestión de tiempo y de animarlo a que hiciera actividades para mejorar su condición física y a su vez, que también sean divertidas para un niño de ocho años.
Tenía cierto rechazo por su cuerpo, cada persona que pasaba le saludaba y le recordaba que debía bajar de peso, como si él no tuviera un espejo en su casa ya. Los comentarios no venían con maldad pero eran "bromas" que dolían.
¿Por qué es que tenemos esa necesidad de opinar sobre el cuerpo de los demás al saludar? ¿no basta con un simple "hola"?
Que si la niña está "más gordita" o "muy delgadita", o demasiado alta/baja. Los niños prestan atención a cada comentario y aunque a veces pareciera que no tiene importancia, ellos se quedan con cada palabra y creen que algo está mal con ellos.
Aprendamos a saludar sin hablar del cuerpo de la otra persona, muchas veces es mejor callar, los niños no necesitan tener cuerpos atléticos o perfectos sino estar saludables tanto físicamente como emocionalmente, sin críticas que influyan en su autoestima.
Si tuviera alguna enfermedad como sobrepeso se necesita solo la ayuda de un médico que sepa cómo tratar este tema y usar las palabras adecuadas y no de personas que solo pasan por al lado y opinan.
Si como adultos nos molesta que nos digan siempre que nos saludan que tenemos ojeras, que subimos de peso, o adelgazamos demasiado, imaginen cómo puede influir esos comentarios en la mente de un niño.
Necesitamos niños fuertes, felices, no llenos de inseguridades y complejos. Cuidemos su salud física y su salud mental.
sábado, 16 de noviembre de 2019
miércoles, 6 de noviembre de 2019
Tenía quince años y estaba decidida a morir
Era una tarde del 2014. Tenía quince años y estaba decidida a morir. La vida me parecía absurda y a diario la comparaba con una cárcel, y ese día, quería escaparme de la prisión. No fue un impulso, en lo absoluto. Estuve varios días dejando de tomar la medicación que me había indicado mi psiquiatra para tratar esos ataques de pánico, insomnio, ansiedad... ningún psiquiatra recomienda dejar de tomar la medicación de golpe, no entendía el motivo hasta ese momento. Estuve escondiendo aquellas pastillas en una agenda como cualquier otra, que no llamara la atención, camuflándose entre libros juveniles y de estudio.
En ese tiempo que dejé la medicación hubo días horribles pero también días agradables, donde me reía y parecía sentirme bien, pero ninguna buena calificación en la escuela ni charlar con alguna amiga me sacaba la idea de la mente.
Como adultos solemos pensar que los adolescentes son dramáticos o exageran demasiado, que buscan llamar la atención constantemente y que cualquier problema que puedan tener es insignificante comparado a los que se tiene en la vida adulta, pero olvidamos que en algún momento tuvimos esa edad. Los adolescentes pueden tener problemas como cualquier otra persona, incluso los niños también pueden tenerlos, pero muchas veces lo dije y lo sostengo, el dolor que no se ve es incomprendido, porque si alguien tiene una enfermedad física que pueda ser comprobada mediante los estudios entendemos su situación y ofrecemos nuestra ayuda pero si se trata de la salud mental, sea depresión, ansiedad, o cualquier trastorno solemos creer que solo se trata de "echarle ganas", sin darnos cuenta de que si las enfermedades físicas necesitan tratamiento y algunas pueden llegar a ser mortales, las mentales también, ¿cuántas personas ya no están debido al suicidio y nunca fueron tomadas en serio?
No sé cómo llegué hasta aquella camilla. Solo veía a varias enfermeras diciéndome que no me iba a doler mientras me sacaban sangre, me ponían el suero, los electrodos... seguían repitiéndome que no me asustara, que no me iba a doler, estaba muy nerviosa, no sentía absolutamente ninguno de los pinchazos. Sabía que mi plan había fallado.
Tanto en la escuela como los mismos psicólogos no solían prestarle atención a las señales que daba de que necesitaba más ayuda de la que intentaban darme, todo lo que contaba en aquellas sesiones parecían tonterías para los oídos profesionales, admiraba el título de licenciados en psicología que estaba enmarcado y a la vista de los pacientes, pero, si ser psicóloga significaba ser como ellos ya no quería estudiar esa carrera.
Si me cortaba los brazos quería llamar la atención, si rogaba no ir más a la casa de mi papá era un capricho de adolescente, si decía que pensaba en el suicidio quería manipular a la gente...
Me tomé cada una de las pastillas con miedo, sin saber qué iba a pasar, si iba a ser rápido, o lento... al terminar con la última pastilla pensaba en lo irónico que era intentar quitarse la vida con antidepresivos. Me daba miedo morir, pero también vivir.
Desde el hospital me llevaron a otro, era de madrugada y apenas si tengo recuerdos de ese momento. Mi mamá estaba a mi lado siempre y era a ella a quien le preguntaba en la ambulancia a cada rato cuánto faltaba para llegar.
Ese día me había despedido de varias personas para luego apagar el celular, estaba decidida.
Al día siguiente, ya mejor, al menos físicamente, le mandé un mensaje por WhatsApp a una amiga de la escuela para explicarle por qué no había ido ese día y rogándole que no le dijera a nadie más lo que había hecho. Ella me responde con un audio, en la hora del recreo, se reía y de fondo escuchaba más risas y un comentario que fue como un balde de agua fría: "tantas personas luchando por su vida y esta boluda queriéndose morir".
Lo sabía toda la escuela y se estaban riendo de eso.
No recuerdo quién llegó a mi cuarto, supongo que una psicóloga, y comenzó a preguntarme el motivo por el cual había hecho eso, para ese momento mi papá había llegado a visitarme y estaba detrás de la puerta, esperando que ella saliera para saludarme. Pensé en eso y solo le dije lo que quería escuchar, que era por una tontería y que nunca más lo iba a hacer.
Cuando por fin me dieron el alta tenía una mezcla de sentimientos, estaba asustada porque no sabía lo que venía ahora, estaba triste porque tarde o temprano todo volvería a la normalidad y a la vez feliz, por seguir con vida.
Nadie entendía nada.
El "ahora me cierra todo" de la gente llegó recién un año después, en el 2015, donde se hizo la denuncia por abuso sexual contra mi progenitor.
Cuando mi historia salió en los medios de comunicación se pusieron en contacto algunas compañeras de la escuela para pedirme perdón, también los profesores que nunca supieron nada se disculparon por no haber prestado más atención a mis comportamientos.
Ahora conocí a los verdaderos profesionales, porque no alcanza con un título enmarcado en la pared. Pero en ese momento me hizo mucha falta la ayuda de ellos. Si aquella psicóloga pensaba que todo era un capricho, ¿cómo iba a contarle lo que mi progenitor me hacía? ¿cómo iba a confiar en la profesional que entró a mi cuarto si quien abusaba de mí estaba detrás de la puerta?
Ese día pude haber muerto, por la depresión, la ansiedad, el abuso, o todo junto. Solo tenía quince años pero estaba decidida a morir.
Escuchemos a los niños y adolescentes, no siempre son berrinches.
En ese tiempo que dejé la medicación hubo días horribles pero también días agradables, donde me reía y parecía sentirme bien, pero ninguna buena calificación en la escuela ni charlar con alguna amiga me sacaba la idea de la mente.
Para pasar el tiempo y como no podía dormir, mi mamá me sacaba fotos y yo sonreía, a pesar de todo, porque estaba viva, había sobrevivido, de nuevo. |
No sé cómo llegué hasta aquella camilla. Solo veía a varias enfermeras diciéndome que no me iba a doler mientras me sacaban sangre, me ponían el suero, los electrodos... seguían repitiéndome que no me asustara, que no me iba a doler, estaba muy nerviosa, no sentía absolutamente ninguno de los pinchazos. Sabía que mi plan había fallado.
Tanto en la escuela como los mismos psicólogos no solían prestarle atención a las señales que daba de que necesitaba más ayuda de la que intentaban darme, todo lo que contaba en aquellas sesiones parecían tonterías para los oídos profesionales, admiraba el título de licenciados en psicología que estaba enmarcado y a la vista de los pacientes, pero, si ser psicóloga significaba ser como ellos ya no quería estudiar esa carrera.
Si me cortaba los brazos quería llamar la atención, si rogaba no ir más a la casa de mi papá era un capricho de adolescente, si decía que pensaba en el suicidio quería manipular a la gente...
Me tomé cada una de las pastillas con miedo, sin saber qué iba a pasar, si iba a ser rápido, o lento... al terminar con la última pastilla pensaba en lo irónico que era intentar quitarse la vida con antidepresivos. Me daba miedo morir, pero también vivir.
Desde el hospital me llevaron a otro, era de madrugada y apenas si tengo recuerdos de ese momento. Mi mamá estaba a mi lado siempre y era a ella a quien le preguntaba en la ambulancia a cada rato cuánto faltaba para llegar.
Ese día me había despedido de varias personas para luego apagar el celular, estaba decidida.
Al día siguiente, ya mejor, al menos físicamente, le mandé un mensaje por WhatsApp a una amiga de la escuela para explicarle por qué no había ido ese día y rogándole que no le dijera a nadie más lo que había hecho. Ella me responde con un audio, en la hora del recreo, se reía y de fondo escuchaba más risas y un comentario que fue como un balde de agua fría: "tantas personas luchando por su vida y esta boluda queriéndose morir".
Lo sabía toda la escuela y se estaban riendo de eso.
No recuerdo quién llegó a mi cuarto, supongo que una psicóloga, y comenzó a preguntarme el motivo por el cual había hecho eso, para ese momento mi papá había llegado a visitarme y estaba detrás de la puerta, esperando que ella saliera para saludarme. Pensé en eso y solo le dije lo que quería escuchar, que era por una tontería y que nunca más lo iba a hacer.
Cuando por fin me dieron el alta tenía una mezcla de sentimientos, estaba asustada porque no sabía lo que venía ahora, estaba triste porque tarde o temprano todo volvería a la normalidad y a la vez feliz, por seguir con vida.
Nadie entendía nada.
El "ahora me cierra todo" de la gente llegó recién un año después, en el 2015, donde se hizo la denuncia por abuso sexual contra mi progenitor.
Cuando mi historia salió en los medios de comunicación se pusieron en contacto algunas compañeras de la escuela para pedirme perdón, también los profesores que nunca supieron nada se disculparon por no haber prestado más atención a mis comportamientos.
Ahora conocí a los verdaderos profesionales, porque no alcanza con un título enmarcado en la pared. Pero en ese momento me hizo mucha falta la ayuda de ellos. Si aquella psicóloga pensaba que todo era un capricho, ¿cómo iba a contarle lo que mi progenitor me hacía? ¿cómo iba a confiar en la profesional que entró a mi cuarto si quien abusaba de mí estaba detrás de la puerta?
Ese día pude haber muerto, por la depresión, la ansiedad, el abuso, o todo junto. Solo tenía quince años pero estaba decidida a morir.
Escuchemos a los niños y adolescentes, no siempre son berrinches.
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